[Este artículo se publicó originalmente en The Freeman, 30 de octubre de 1950, y se reimprimió en Planning for Freedom]
I
La principal contribución de Lord Keynes no se encuentra en el desarrollo de ideas nuevas, sino “en escapar de las viejas”, como declaraba él mismo al final del prólogo de su Teoría general. Los keynesianos nos dicen que su logro inmortal consiste en la completa refutación de lo que se conoce como Ley de los Mercado del Say. El rechazo de esta ley, nos dicen, es el meollo de todas las enseñanzas de Keynes: todas las demás proposiciones de su doctrina se deducen con necesidad lógica de esta idea fundamental y deben derrumbarse si puede demostrarse la inutilidad de su ataque a la Ley de Say.
1 Es importante darse cuenta de que lo que se llama Ley de Say fue en primer término pensada como una refutación de doctrinas mantenidas popularmente en las épocas que precedieron al desarrollo de la economía como una rama del conocimiento humano. No fue parte integral de la nueva ciencia de la economía que enseñaban los economistas clásicos. Fue más bien algo preliminar, la denuncia y eliminación de ideas confusas insostenibles que ofuscaban las mentes de las personas y constituían un serio obstáculo para un análisis razonable de las condiciones.
Cuando los negocios van mal, el comerciante medio tiene dos explicaciones a mano: el mal lo causó una escasez de dinero y un exceso general de producción. Adam Smith, en un conocido pasaje de la riqueza de las naciones hacía estallar el primero de estos mitos. Say se dedicó preferentemente a una completa refutación del segundo.
Por supuesto, mientras algo siga siendo un bien económico y no un “bien gratuito”, su oferta no será absolutamente abundante. Sigue habiendo necesidades no satisfechas que una mayor oferta del bien referido podría satisfacer. Sigue habiendo personas a las que les gustaría tener más de este bien de lo que realmente tienen. Con respecto a los bienes económicos nunca puede haber una sobreproducción absoluta. (Y la economía sólo trata bienes económicos, no bienes gratuitos, como el aire, que no son objetos de acción humana intencionada, que no se producen por tanto y que con respecto a ellos el empleo de términos como infraproducción o sobreproducción sencillamente no tiene sentido).
Con respecto a los bienes económicos sólo puede haber una sobreproducción relativa. Mientras los consumidores piden cantidades concretas de camisas o de zapatos, los negocios producen, por ejemplo, una cantidad más grande de zapatos y una canción más pequeña de camisas. Esto no es una sobreproducción general de todos los productos. A la sobreproducción de zapatos le corresponde una infraproducción de camisas. Consecuentemente, el resultado no puede ser una depresión general de todos los sectores de negocio. El resultado es un cambio en la tasa de intercambio entre zapatos y camisas. Por ejemplo, si previamente un par de zapatos podía comprar cuatro camisas, ahora sólo compra tres camisas. Aunque el negocio será malo para los fabricantes de zapatos, es bueno para los fabricantes de camisas. Los intentos de explicar la depresión general del comercio refiriéndose a una supuesta sobreproducción general son por tanto falsos.
Los productos, dice Say, se pagan en último término, no con dinero, sino con otros productos. El dinero es únicamente el medio de intercambio comúnmente usado, sólo desempeña un papel de intermediario. Lo que el vendedor quiere en último término es recibir otros productos a cambio de los productos vendidos.
Todo producto producido es por tanto un precio, por decirlo así, para otros productos producidos. La situación del productor de cualquier producto mejora con cualquier aumento en la producción de otros productos. Lo que puede dañar los intereses del productor de un producto concreto es no ser capaz de anticipar correctamente el estado del mercado. Ha sobrevalorado la demanda del público de su producto e infravalorado su demanda de otros productos. A los consumidores no les interesa un empresario tan malo: compran sus productos sólo a precios que le hacen sufrir pérdidas y le obligan, sino corrige a tiempo sus errores, a cerrar su negocio. Por otro lado, aquellos empresarios que hayan tenido más éxito en prever la demanda pública obtienen beneficios y están en disposición de expandir sus actividades de negocio. Say dice que esta es la verdad detrás de las confusas afirmaciones de los empresarios de que la principal dificultad no es fabricar sino vender. Sería más apropiado indicar que el primer y principal problema de los negocios es producir de la manera mejor y más barata aquellos productos que satisfagan las más urgentes de las necesidades aún no satisfechas del público.
Así demolían Smith y Say la explicación más antigua e ingenua del ciclo económico, proporcionada por las efusiones populares de los comerciantes ineficientes. Es verdad que su logro fue únicamente negativo. Acabaron con la creencia de que la repetición de periodos de malos negocios era causada por una escasez de dinero y una sobreproducción gene lo si coglie ral. Pero no nos dieron una teoría desarrollada del ciclo económico. La primera explicación de este fenómeno fue proporcionada mucho más tarde por la Escuela Británica de la Divisa.
Las importantes contribuciones de Smith y Say no son del todo nuevas ni originales. La historia del pensamiento económico puede remontar algunos puntos esenciales de su razonamiento a autores anteriores. Esto no rebaja de ninguna manera los méritos de Smith y Say. Fueron los primeros en tratar el tema de una manera sistemática y en aplicar sus conclusiones al problema de las depresiones económicas. Fueron también por tanto los primeros contra quienes dirigieron sus ataques violentos los defensores de la doctrina popular espuria. Sismondi y Malthus eligieron a Say como objetivo de descargas apasionadas cuando trataron (en vano) de salvar los desacreditados prejuicios populares.
II
Say resultó victorioso de sus polémicas con Malthus y Sismondi. Probó su alegato, mientras que sus adversarios no pudieron hacer lo mismo. A partir de entonces, durante todo el resto del siglo XIX, el reconocimiento de la verdad que contenía la Ley de Say fue una señal distintiva de un economista. Aquellos autores y políticos que hacían responsable de todos los males a la supuesta escasez de dinero y defendían la inflación como panacea ya no eran considerados economistas, sino “obsesos monetarios”.
La lucha entre los defensores del dinero fuerte y los inflacionistas duro muchas décadas. Pero ya no era considerada una polémica entre diversas escuelas de economistas. Se veía como un conflicto entre economistas y antieconomistas, entre hombre razonables y radicales ignorantes. Cuando todos los países civilizados adoptaron el patrón oro y el patrón oro-cambio, la causa de la inflación pareció desaparecer para siempre.
La economía no se contentó con lo que hacían enseñado Smith y Say acerca de los problemas afectados. Desarrolló un sistema integrado de teorías que demostraban contundentemente lo absurdo de los sofismas inflacionistas. Mostró con detalle las consecuencias inevitables de un aumento en la cantidad de dinero en circulación y de la expansión del crédito. Desarrolló la teoría del crédito monetario o de circulación del ciclo económico que demostraba claramente cómo la repetición de depresiones en el comercio estaba causada por los repetidos intentos de “estimular” los negocios mediante la expansión del crédito. Así se demostró concluyentemente que el declive, cuya aparición atribuían los inflacionistas a una insuficiencia de la oferta de dinero, es por el contrario el resultado necesario de los intentos de eliminar dicha supuesta escasez de dinero mediante expansión del crédito.
Los economistas no negaban el hecho de que una expansión de crédito en su fase inicial produce un auge en los negocios. Pero señalaban cómo un auge tan artificioso debía colapsar inevitablemente después de un tiempo y producir una depresión general. Esta explicación podría apelar a los intentos de los estadistas de promover el bienestar constante de su nación. No podía influir en los demagogos a los que no les preocupa sino el éxito en la próxima campaña electoral y no les preocupa en absoluto lo que pueda ocurrir el día después de mañana. Pero es precisamente esa gente la que ha llegado a lo más alto en la vida política de esta época de guerras y revoluciones. Desafiando todas las enseñanzas de los economistas, la inflación y la expansión del crédito han sido elevados a la dignidad de primer principio de la política económica. Casi todos los gobiernos están ahora mismo comprometidos con un gasto desbocado y financian sus déficits emitiendo cantidades adicionales de papel moneda no redimible y mediante una expansión ilimitada del crédito.
Los grandes economistas eran heraldos de nuevas ideas. Las políticas económicas que recomendaban eran distintas de las políticas practicadas por los gobiernos y partidos políticos contemporáneos. En general, pasaban muchos años, incluso décadas, antes de que la opinión pública aceptara las nuevas ideas propagadas por los economistas y antes de que se llevaran a cabo los correspondientes cambios requeridos en las políticas.
Fue distinto con la “nueva economía” de Lord Keynes. Las políticas que defendía eran precisamente aquellas que casi todos los gobiernos, incluyendo el británico, ya habían adoptado muchos años antes de que se publicara su Teoría general. Keynes no fue un innovador ni un defensor de nuevos métodos de gestionar los asuntos económicos. Su contribución consistió más bien en proporcionar una aparente justificación para las políticas que eran populares entre los que estaban en el poder, a pesar del hecho de que todos los economistas las consideraban desastrosas. Su logro fue una racionalización de las políticas ya practicadas. No fue un “revolucionario” como le llamaron algunos de sus adeptos. La “revolución keynesiana” tuvo lugar mucho antes de que Keynes la aprobara y creara una justificación pseudocientífica para ella. Lo que realmente hizo fue escribir una apología de las políticas públicas prevalecientes.
Esto explica el rápido éxito de su libro. Fue alabado con entusiasmo por los gobiernos y los partidos políticos en el gobierno. Cautivó especialmente a un nuevo tipo de intelectual, los “economistas públicos”. Estos habían tenido mala conciencia. Eran conscientes del hecho de que estaban aplicando políticas que todos los economistas condenaban como contrarias a su propósito y desastrosas. Ahora se sentían aliviados. La “nueva economía” restablecía su equilibrio moral. Hoy ya no se sienten avergonzados de ser los fontaneros de las malas políticas. Se han glorificado a sí mismos. Son los profetas de la nueva religión.
III
Los exuberantes calificativos que estos admiradores han dedicado a su trabajo no pueden ocultar el hecho de que Keynes no refutó a la Ley de Say. La rechazaba emocionalmente, pero no aportó un ni un solo argumento aceptable para invalidar su razonamiento.
Tampoco Keynes trató de refutar mediante un razonamiento discursivo las enseñanzas de la economía moderna. Eligió ignorarlas, eso fue todo. Nunca encontró ninguna palabra de crítica seria contra el teorema de que aumentar la cantidad de dinero no puede producir nada más que, por un lado, favorecer algunos grupos a costa de otros y, por el otro, estimular las malas inversiones de capital y la desacumulación de capital. Estaba completamente perdido en lo que se refería a presentar cualquier argumento sólido para demoler la teoría monetaria del ciclo económico. A todo lo que hizo fue recuperar dogmas autocontradictorios de las diversas sectas del inflacionismo. No añadió nada a los presupuestos vacíos de sus predecesores, desde la antigua escuela de Birmingham de los pequeños hombres del chelín hasta Silvio Gesell. Se limitó a traducir sus sofismas (cien veces refutados) al cuestionable lenguaje de la economía matemática. Pasó en silencio por todas las objeciones que opusieron a las efusiones de los inflacionistas hombres como Jevons, Walras y Wicksell (por nombrar sólo unos pocos).
Lo mismo pasa con sus discípulos. Piensan que llamar a “aquellos que no sienten admiración por el genio de Keynes” con nombres como “lerdo” o “fanático estrecho de mente”2 es un sustitutivo de un buen razonamiento económico. Creen que han demostrado su alegato rechazando a sus adversarios por “ortodoxos” o “neoclásicos”. Revelan una completa ignorancia al pensar que su doctrina es correcta porque es nueva.
De hecho, el inflacionismo es la más vieja de todas las mentiras. Fue muy popular mucho antes de los tiempos de Smith, Say y Ricardo, contra cuyas enseñanzas los keynesianos no pueden plantear ninguna otra objeción que el hecho de que son viejas.
IV
El éxito sin precedentes del keynesianismo se debe al hecho de que proporciona una justificación aparente para las políticas de “gasto en déficit” de los gobiernos contemporáneos. Es la pseudofilosofía de quienes no pueden pensar en otra cosa que en disipar el capital acumulado por generaciones previas.
Aun así, ninguna efusión de autores, por muy brillantes y sofisticados que sean puede alterar las leyes económicas perennes. Son y trabajan y cuidan de sí mismas. A pesar de todas las condenas apasionadas de los portavoces de los gobiernos, las consecuencias inevitables del inflacionismo y el expansionismo reflejadas por los economistas “ortodoxos” van a pasar. Y entonces, en realidad muy tarde, incluso las personas sencillas descubrirán que Keynes no nos enseñó cómo llevar a cabo el “milagro (…) de convertir una piedra en pan”,3 sino el procedimiento en absoluto milagroso de comerse la semilla del cereal.