[Este artículo está extraído del capítulo 14 de Money, Method, and Market Process, editado por Richard M. Ebeling. Fue publicado originalmente en la Modern Age (Primavera 1961).]
Diferentes y desiguales
La doctrina del derecho natural que inspiró las declaraciones de derechos humanos del siglo XVIII no implica la evidentemente falsa proposición de que todos los hombres sean biológicamente iguales. Proclamaba que todos los hombres nacen iguales en derechos y que esta igualdad no puede abolirla ninguna ley hecha por hombres, que es inalienable o, más precisamente, imprescriptible. Solo los enemigos mortales de la libertad individual y l autodeterminación, los defensores del totalitarismo, interpretaron el principio de igualdad ante la ley como algo que derivaba de una supuesta igualdad física y fisiológica de todos los hombres.
La declaración francesa de derechos del hombre y el ciudadano del 3 de noviembre de 1789 había declarado que todos los hombres nacen y permanecen iguales en derechos. Pero en vísperas de iniciarse el régimen del Terror, la nueva declaración que precedió a la constitución del 24 de junio de 1793 proclamaba que todos los hombres eran iguales «par la nature». A partir de entonces, esta tesis, aunque manifiestamente en contradicción con la experiencia biológica, se mantuvo como uno de los dogmas del «izquierdismo». Así leemos en la Encyclopaedia of the Social Sciences que «al nacer, los niños humanos, independientemente de su herencia, son tan iguales como los automóviles Ford».1
Sin embargo, no puede negarse el hecho de que los hombres nazcan desiguales respecto de sus capacidades físicas y mentales. Algunos sobrepasan a sus conciudadanos en salud y vigor, en cerebro y aptitudes, en energía y resolución, y por tanto están mejor dotados para los asuntos terrenales que el resto de la humanidad, un hecho que también fue admitido por Marx. Hablaba de «la desigualdad de las dotes individuales y por tanto de la capacidad productiva (Leistungsfähigkeit)» como «privilegios naturales» y de «los individuos desiguales (y no serían individuos diferentes si no fueran desiguales)».2
En términos de enseñanzas psicológicas populares, podemos decir que algunos tienen la capacidad de ajustarse mejor que otros a las condiciones de la lucha por la supervivencia. Por tanto, podemos (sin caer en ningún juicio de valor) distinguir desde este punto de vista entre hombres superiores e inferiores.
La historia demuestra que desde tiempo inmemorial los hombres superiores aprovechan su superioridad para tomar el poder y subyugar a las masas de hombres inferiores. En la sociedad estamental hay una jerarquía de castas. Por un lado están los señores que se han apropiado todo el territorio y en el otro están sus servidores, los vasallos, siervos y esclavos, subordinados sin tierra ni dinero. La tarea de los inferiores es obedecer a sus amos. Las instituciones de la sociedad de dirigen al beneficio único de la minoría gobernante, los príncipes y su séquito, los aristócratas.
Ese era en general el estado de cosas antes en todo el mundo, como nos dicen tanto marxistas como conservadores, «la codicia de la burguesía», en un proceso que continuó durante siglos y sigue existiendo en muchas partes del mundo, socavaba el sistema político, social y económico de los «buenos viejos tiempos». La economía de mercado (el capitalismo) transformó radicalmente la organización económica y política de la humanidad.
Permítame recapitular algunos hechos bien conocidos. Mientras que bajo condiciones precapitalistas los hombres superiores eran los años a los que tenían que atender las masas de los inferiores, bajo el capitalismo los mejor dotados y más capaces no tienen otro medio de beneficiarse de su superioridad que servir con todas sus capacidades los deseos de la mayoría de los menos dotados.
En el mercado, el poder económico corresponde a los consumidores. Ellos determinan en definitiva, con su compra o abstención de compra, lo que debería producirse, por quién y cómo, de qué calidad y en qué cantidad. Los empresarios, capitalistas y propietarios inmobiliarios que no satisfagan de la mejor y más barata manera posible los deseos insatisfechos más urgentes de los consumidores se ven obligados a abandonar los negocios y perder su posición preferida.
En oficinas y laboratorios, las mentes más brillantes están ocupadas haciendo fructificar los logros más complejos de la investigación científica para la producción de instrumentos y aparatos cada vez mejores para gente que ignora las teorías que hicieron posible la fabricación de esas cosas. Cuanto mayor sea una empresa, más se ve obligada a ajustar su producción a los cambiantes caprichos y modas de las masas, sus amos. El principio fundamental del capitalismo es la producción en masa para atender a las masas. Es el apoyo de las masas lo que hace que las empresas se hagan grandes. El hombre común es soberano en la economía de mercado. Es el cliente que «siempre tiene razón».
En la esfera política, el gobierno representativo es el corolario de la supremacía de lo consumidores en el mercado. Los cargos dependen de los votantes como los empresarios e inversores dependen de los consumidores. El mismo proceso histórico que sustituyó los métodos precapitalistas por el modo capitalista de producción sustituyó al absolutismo y otras formas de gobierno de unos pocos por el gobierno popular (la democracia). Y siempre que la economía de mercado es remplazada por el socialismo, retorna la autocracia. No importa si el despotismo socialista o comunista se camufla por el uso de alias como «dictadura del proletariado» o «democracia popular» o «principio del Führer». Siempre equivale al sometimiento de muchos por pocos.
Es difícil explicar peor el estado de cosas que prevalece en la sociedad capitalista que calificando a los capitalistas y empresarios como una clase «dirigente» que busque «explotar» a las masas de hombres decentes. No plantearemos la pregunta de cómo los hombres que hacen negocios bajo el capitalismo habrían intentado aprovechar sus superiores talentos en cualquier otra organización concebible de la producción. Bajo el capitalismo compiten entre sí en servir a las masas de hombres menos dotados. Todo su pensamiento se dirige a perfeccionar los métodos de proveer a los consumidores. Todos los años, todos los meses, todas las semanas aparece en el mercado algo desconocido y es pronto accesible para los muchos.
Lo que ha multiplicado la «productividad del trabajo» no es algún grado de esfuerzo por parte de los trabajadores manuales, sino la acumulación de capital por los ahorradores y su empleo razonable por los emprendedores. Las invenciones tecnológicas habrían sido trivialidades inútiles si el capital requerido para su utilización no se hubiera acumulado previamente mediante ahorro. Un hombre no puede sobrevivir como ser humano sin trabajo manual. Sin embargo, lo que le pone por encima de las bestias no es el trabajo manual y la realización de tareas rutinarias, sino la especulación, la previsión que hace de las necesidades del (siempre incierto) futuro. Lo característico de la producción es que es un comportamiento dirigido por la mente. Este hecho no puede eliminarlo la semántica para la que la palabra «trabajo» significa solo trabajo manual.
¿Son estúpidos los consumidores?
Reconocer una filosofía que destaca la desigualdad innata de los hombres va contra los sentimientos de mucha gente. Con más o menos reticencias, la gente admite que no puede igualarse a las celebridades del arte, la literatura y la ciencia, al menos en sus especialidades y que no se parecen a los campeones deportivos. Pero no está dispuesta a conceder su propia inferioridad en otros asuntos y preocupaciones humanas. Tal y como lo ven, los que les superan en el mercado, los emprendedores y empresarios de éxito, deben su superioridad únicamente a la villanía. Gracias a Dios, ellos son demasiado honrados y conscientes como para recurrir a esas conductas poco honradas que, según dicen, solo pueden hacer próspero a un hombre en un entorno capitalista.
Aun así, hay una rama de la literatura que crece de día en día que muestra ostensiblemente al hombre común como un tipo inferior: los libros sobre el comportamiento de los consumidores y los supuestos males de la publicidad.3 Por supuesto, ni los autores ni el público que aclama sus escritos declaran o creen abiertamente que sea este el significado real de los hechos de los que informan.
«El hombre común es supremo en la economía de mercado. Es el cliente que “siempre tiene la razón”».
Según nos dicen estos libros, el americano típico es constitucionalmente incapaz de realizar las tareas más simples de la vida diaria. No compra lo que necesita para el desarrollo apropiado de los asuntos familiares. Con su estupidez innata se ven fácilmente afectados por los trucos y vilezas de los negocios para comprar coas inútiles o de poco valor. Como la principal preocupación de los negocios es obtener beneficios no ofreciendo a los clientes los bienes que necesitan, sino descargando en ellos mercancías que nunca tomarían si pudieran resistir los artificios psicológicos de «Madison Avenue». La incurable debilidad innata de la voluntad del hombre medio hace que los compradores se comporten como «niños».4 Son presa fácil de la bellaquería de los charlatanes.
Ni los autores ni los lectores de estas apasionadas diatribas son conscientes de que su doctrina implica que la mayoría de la nación son tontos, incapaces de ocuparse de sus propios asuntos y miserablemente necesitados de un guardián paternal. Están preocupados hasta tal grado por su envidia y odio al empresario de éxito que no ven cómo se descripción del comportamiento del consumidor contradice todo lo que solía decir la literatura socialista «clásica» acerca del prestigio de los proletarios. Estos antiguos socialistas atribuían al «pueblo», a las «masas trabajadoras», a los «trabajadores manuales» todas las perfecciones del intelecto y el carácter. A sus ojos, la gente no eran «niños», sino los originadores de que es grande y bueno en el mundo y los constructores de un mejor futuro para la humanidad.
Sin duda es verdad que el hombre medio común es en muchos aspectos inferior al empresario medio. Pero esta inferioridad se manifiesta en primer lugar en su limitada capacidad de pensar, de trabajar y por tanto de contribuir más al esfuerzo productivo conjunto de la humanidad.
La mayoría de la gente que actúa satisfactoriamente en trabajos rutinarios se encontraría perdida en cualquier actividad que requiera cierta iniciativa y reflexión. Pero no son tan torpes como para no gestionar adecuadamente sus asuntos familiares. Los maridos a los que sus esposas envían al supermercado «para comprar una barra de pan y vuelven con los brazos llenos de sus aperitivos favoritos»5 sin duda no son lo habitual. Tampoco la esposa que compra independientemente del contenido, porque «le gusta el envoltorio».6
Se admite por lo general que el hombre medio muestra mal gusto. Por consiguiente, los negocios, completamente dependientes de las masas de esos hombres, se ven obligado a poner en el mercado literatura y artes inferiores. (Uno de los grandes problemas de la civilización capitalista es cómo hacer posibles logros de alta calidad en un entorno social en el que el «tipo medio» es soberano).
Además se sabe que mucha gente tiene costumbres que llevan a efectos no deseados. Tal y como los ven los instigadores de la gran campaña anticapitalista, el mal gusto y loas costumbre inseguras de consumo de la gente y los demás males de nuestra época sencillamente los generan las actividades de relaciones públicas o de ventas de las distintas ramas del «capital»: la guerras las realizan las industrias armamentistas, los «mercaderes de la muerte»; la ebriedad, el capitalismo alcohólico, el fabuloso «trust del whisky» y las cerveceras.
«Como nos dicen estos libros, el americano típico es ... fácilmente inducido por los trucos y trampas de los negocios para comprar cosas inútiles o sin valor alguno».
Esta filosofía no solo se basa en la doctrina que muestra a la gente común como bobos ingenuos a los que pueden engañar fácilmente las tretas de una raza de arteros charlatanes. Implica además el teorema sin sentido de que la venta de artículos que el consumidor necesita realmente y compraría si no se viera hipnotizado por la vileza de los vendedores no es rentable para los negocios y que por otro lado solo la venta de artículos que tienen poca o ninguna utilidad para el comprador, o incluso directamente le perjudican, genera grandes beneficios. Pues si uno no asume esto, no habría razón para concluir que en la competencia del mercado los vendedores de malos artículos desplazan a los de artículos mejores.
Los mismos trucos complejos por medio de los cuales se dice que los hábiles comerciantes convencen al público comprador pueden asimismo usarse por parte de los que ofrecen mercancías buenas y valiosas en el mercado. Pero entonces los artículos buenos y malos compiten bajo condiciones iguales y no hay razón para hacer un juicio pesimista de las posibilidades de una mercancía mejor. Mientras ambos artículos (el bueno y el malo) estén igualmente ayudados por los supuestos trucos de los vendedores, solo los mejores disfrutarán de la ventaja de ser mejores.
No necesitamos considerar todos los problemas que plantea la amplia literatura sobre la supuesta estupidez de los consumidores y su necesidad de protección por un gobierno paternalista. Lo que importa aquí es el hecho de que, a pesar del dogma popular de la igualdad de todos los hombres, la tesis de que el hombre común no está dotado para manejar los asuntos ordinarios de su vida diaria se ve apoyada por una gran parte de la literatura «izquierdista» popular.
Alumnos vagos
La doctrina de la igualdad fisiológica y mental innata de los hombres explica lógicamente las diferencias entre seres humanos como causada por influencias posnatales. Destaca especialmente el papel desempeñado por la educación. En la sociedad capitalista, se dice, la educación superior es un privilegio accesible solo a los hijos de la «burguesía». Lo que hace falta es conceder a todos los niños acceso a todas las escuelas y así educar a todos.
Guiado por este principio, los Estados Unidos se embarcó en el noble experimento de hacer de todos los niños personas educadas. Todos los jóvenes han de estar en la escuela de los seis a los dieciocho años y entrarán en la universidad tantos como sea posible. Así desaparecería la división intelectual y social entre una minoría educada y una mayoría de gente cuya educación era insuficiente. La educación ya no sería un privilegio: sería el patrimonio de cualquier ciudadano.
Las estadísticas demuestran que este programa se ha puesto en práctica. El número de institutos, de profesores y alumnos se multiplicó. Si continúa durante unos pocos años más la tendencia actual, el objetivo de la reforma se alcanzará completamente: todos los americanos se graduarán en los institutos.
Pero el éxito de este plan es meramente aparente. Se hizo posible solo por una política que, aunque retenga el nombre de «instituto», ha destruido completamente su valor escolar y científico. El antiguo instituto otorgaba sus diplomas solo a alumnos que habían adquirido al menos un conocimiento concreto mínimo en algunas disciplinas consideradas como básicas. Eliminaba en los grados inferiores a aquellos a quienes les faltaran las habilidades y la disposición para cumplir con estos requisitos. Pero en el nuevo régimen de institutos, la posibilidad de elegir las materias que quieran estudiar fue mal empleada por alumnos estúpidos o vagos.
No solo hay materias fundamentales como aritmética elemental, geometría, física, historia y lenguajes extranjeros que son evitados por la mayoría de los estudiantes de instituto, sino que cada año chicos hay que reciben diplomas en los institutos y son deficientes en lectura y escritura en inglés. Es un hecho muy característico que algunas universidades vean necesario proporcionar cursos especiales para mejorar las habilidades lectoras de sus alumnos.
Los debates a menudo apasionados respecto de los programas del bachillerato que se han producido durante varios años demuestran claramente que solo un número limitado de jóvenes están intelectual y moralmente preparados para aprovechar su estancia en las aulas. Para el resto de la población de los institutos, los años empleados en las aulas sencillamente se desperdician. Si se rebaja el nivel escolar de los institutos y universidades para hacer posible que la mayoría de los menos dotados y menos trabajadores consigan diplomas, uno solo daña a la minoría de quienes tienen la capacidad de hacer uso de la enseñanza.
La experiencia de los las últimas décadas en la educación americana muestra el hecho de que hay diferencias innatas en las capacidades intelectuales del hombre que no pueden erradicarse por ningún esfuerzo en educación.
La mayoría gobierna
Los intentos desesperados, pero inútiles, de salvar, a pesar de las pruebas indiscutibles en contrario, la tesis de la igualdad innata de todos los hombres están motivados por una doctrina defectuosa e insostenible respecto al gobierno popular y de la mayoría.
Esta doctrina trata de justificar el gobierno popular refiriéndose a la supuesta igualdad natural de todos los hombres. Como todos los hombres son iguales, todo individuo participa en el genio que ilustró y estimuló a los mayores héroes de la historia intelectual, artística y política de la humanidad. Solo las influencias adversas posnatales impedían a los proletarios igualar la brillantez y hazañas de los grandes hombres. Por tanto, como nos dijo Tratsky,7 una vez que este abominable sistema del capitalismo dé paso al socialismo «el ser humano medio llegará a las alturas de un Aristóteles, un Goethe o un Marx». La voz del pueblo es la voz de Dios, siempre tiene razón. Si aparecen disidentes entre los hombres, por supuesto uno debe suponer que algunos están equivocados.
Es difícil evitar la inferencia de que es más probable que yerre la minoría que la mayoría. La mayoría tiene razón, porque es la mayoría y como tal está apoyada por la «ola del futuro».
«Uno de los grandes problemas de la civilización capitalista es cómo hacer posible los logros de alta calidad en un entorno social en el que el “compañero regular” es supremo».
Los defensores de esta doctrina deben considerar cualquier duda sobre la eminencia intelectual y moral de las masas como un intento de sustituir el gobierno representativo por el despotismo.
Sin embargo, los argumentos aportados a favor del gobierno representativo por los liberales del siglo XIX (los muy denostados manchesterianos y defensores del laissez faire) no tienen nada en común con las doctrinas de la igualdad innata natural de los hombres y la inspiración sobrehumana de las mayorías. Se basan en el hecho, expuesto más lúcidamente por David Hume, de que los que están al mando son siempre una pequeña minoría frente a la enorme mayoría de los sometidos a sus órdenes. En este sentido, todo sistema de gobierno es un gobierno de minorías y como tal solo puede durar mientras se vea apoyado en la creencia de los gobernados de que es mejor para ellos ser leales a los hombres en el cargo que tratar de suplantarlos por otros dispuestos a aplicar diferentes métodos de administración.
Si se desvanece esta opinión, los muchos se alzarán en rebelión y remplazarán por la fuerza a los cargos impopulares y sus sistemas por otros hombres y otro sistema. Pero el complicado aparato industrial de la sociedad moderna no podría preservarse bajo el estado de cosas en el que el único medio de la mayoría para aplicar su voluntad es la revolución. El objetivo del gobierno representativo es evitar la reaparición de esa violenta perturbación de la paz y sus efectos perjudiciales en la moral, la cultura y el bienestar material.
El gobierno por el pueblo, es decir, por representantes elegidos, hace posible el cambio pacífico. Garantiza el acuerdo de la opinión pública y los principios según los cuales se llevan a cabo los asuntos del estado. El gobierno de la mayoría es para quienes creen en la libertad, no un principio metafísico, derivado de una insostenible distorsión de los hechos biológicos, sino un medio de asegurar el desarrollo pacífico ininterrumpido del esfuerzo civilizatorio de la humanidad.
El culto del hombre común
La doctrina de la igualdad biológica innata de todos los hombres alcanzó en el siglo XIX un misticismo casi religioso en el «pueblo» que finalmente se convirtió en el dogma de la superioridad del «hombre común». Todos los hombres nacen iguales. Pero los miembros de las clases superiores desgraciadamente se han corrompido por la tentación del poder y por entregarse a los lujos que consiguen para sí. Los males de la humanidad los causan las fechorías de esta fétida minoría. Una vez que se desposea a estos creadores de daño, la nobleza innata del hombre común controlará los asuntos humanos. Será delicioso vivir en un mundo en el que serán soberanos la bondad infinita y el genio congénito del pueblo. A la humanidad le está reservada una felicidad nunca soñada.
Para los revolucionarios sociales rusos, esta mística fue un sustitutivo de las prácticas devocionales de la iglesia ortodoxa rusa. Los marxistas se sentían incómodos con las entusiastas extravagancias de sus rivales más peligrosos. Pero la propia descripción de Marx de las maravillosas condiciones de la «fase superior de la sociedad comunista»8 eran aún más optimistas. Después de la exterminación de los revolucionarios sociales, los propios bolcheviques adoptaron el culto del hombre común como principal disfraz ideológico de su despotismo ilimitado de una pequeña camarilla de jefes del partido.
«Es un hecho que un número cada vez mayor de personas en los países capitalistas, entre ellos también la mayoría de los llamados intelectuales, anhelan las supuestas bendiciones del control gubernamental».
La diferencia característica entre el socialismo (comunismo, planificación, capitalismo de estado o cualquier otro sinónimo que uno prefiera) y la economía de mercado (capitalismo, sistema de empresa privada, libertad económica) es esta: en la economía de mercado, los individuos como consumidores son soberanos y determinan por sus compras o no compras lo que debería producirse, mientras que en la economía socialista estos asuntos los fija el gobierno. Bajo el capitalismo, el cliente es el hombre por cuyo apoyo luchan los proveedores y a quien tras la venta dicen «gracias» y «vuelva cuando quiera». Bajo el socialismo, el «camarada» obtiene lo que el «gran hermano» se digna darle y ha de agradecer lo que consiga. En el occidente capitalista, el nivel medio de vida es incomparablemente mayor que en el oriente comunista. Pero es un hecho que una creciente cantidad de gente en los países capitalistas (entre ellos está también la mayoría de los llamados intelectuales) añoran las supuestas bondades del control público.
Es inútil explicar a estos hombres cual es la condición del hombre común bajo un sistema socialista tanto en su capacidad como productor como en la de consumidor. Se manifestaría más evidentemente una inferioridad intelectual de las masas en su objetivo de la abolición del sistema en el que ellas mismas son soberanas y se ven servidas por la élite de los hombre con más talento y en él su anhelo de volver a un sistema en el que la élite las sometería.
No nos engañemos. No es el progreso del socialismo entre las naciones subdesarrolladas, aquellas que nunca sobrepasaron la etapa de primitivismo y aquellas cuyas civilizaciones se detuvieron hace muchos siglos, el que demuestra el avance triunfal del credo totalitario. Es en nuestro entorno occidental donde el socialismo hace sus mayores avances. Todo proyecto por estrechar lo que se llama el «sector privado» de la organización económica se considera como altamente beneficioso, como un progreso y, en todo caso, solo hay una oposición tímida y apocada durante un periodo corto de tiempo. Estamos «avanzando» hacia la consecución del socialismo.
Hombres de negocio «progresistas»
Los liberales clásicos de los siglos XVIII y XIX basaban su apreciación optimista del futuro de la humanidad en la suposición de que la minoría de hombres eminentes y honrados siempre sería capaz de guiar mediante la persuasión a la mayoría de la gente inferior en la vía de la paz y la prosperidad. Confiaban en que la élite estaría siempre en disposición de impedir que las masas sigan a los flautistas y demagogos y adopten políticas que deben acabar en el desastre. Podemos dejar sin conclusión si el error de estos optimistas consistía en sobrevalorar a la élite o a las masas o a ambas.
«Una inferioridad intelectual de las masas se manifestaría más evidentemente en su objetivo de abolir el sistema en el que ellas mismas son supremas y son servidas por la elite de los hombres más talentosos ...»
En todo caso, es un hecho que la inmensa mayoría de nuestros contemporáneos está comprometida fanáticamente con políticas que se dirigen en último término a abolir el orden social en el que los ciudadanos más ingeniosos se ven obligados a servir a las masas de la mejor manera posible. Las masas (incluyendo a los llamados intelectuales) defienden apasionadamente un sistema en el que ya no habría clientes que dieran las órdenes, sino pupilos de una autoridad omnipotente. No importa que este sistema económico se presente al hombre común bajo la etiqueta «a cada cual según sus necesidades» y su corolario político y constitucional, la autocracia de cargos autonombrados, lo haga bajo la etiqueta de «democracia popular».
En el pasado, la propaganda fanática de los socialistas y sus cómplices, los intervencionistas de todo tipo, seguían encontrando la oposición de unos pocos economistas, estadistas y empresarios. Pero se ha agotado incluso esta defensa, a menudo pobre e inepta, de la economía de mercado. Los baluartes del esnobismo y «patriciado» americano de moda, universidades generosamente dotadas y ricas fundaciones, son hoy nidos de radicalismo «social». Millonarios, no «proletarios», fueron los instigadores más eficaces del New Deal y las políticas «progresistas» que engendró. Es bien sabido que el dictador ruso fue bienvenido con más cordialidad en su primera visita a los Estados Unidos por banqueros y presidentes de grandes corporaciones que por otros americanos.
El tenor de los argumentos de esos empresarios «progresistas» es este: «Debo la posición importante que ocupo en mi sector empresarial a mi propia eficiencia y trabajo. Mis talentos innatos, mi ardor en conseguir el conocimiento necesario para dirigir una gran empresa, mi diligencia, me han llevado a la cumbre. Estos méritos personales me habrían conseguido una posición destacada bajo cualquier sistema económico. Como cabeza de un importante sector productivo también habría disfrutado de una posición envidiable en una comunidad socialista. Pero mi trabajo diario bajo el socialismo sería menos agotador e irritante. Ya no tendría que vivir bajo el miedo a que un competidor pueda superarme ofreciendo en el mercado algo mejor o más barato. Ya no me vería obligado a atender los caprichos y deseos irracionales de los consumidores. Les daría (como experto) lo que creo que tendrían que tener. Cambiaría el trabajo febril y desesperante de un empresario por la actividad digna y tranquila de un funcionario. Mi estilo de vida y trabajo se parecerían más al porte señorial de un noble del pasado que al de un ejecutivo con úlcera en una gran corporación moderna. Dejemos que los filósofos se preocupen acerca de los defectos reales o supuestos del socialismo. Desde mi punto de vista, no veo ninguna razón por la que debería oponerme a él. Los administradores de empresas nacionalizadas en todas las partes del mundo y los cargos rusos que nos visitan están de acuerdo con mi opinión».
Por supuesto, no tiene más sentido el autoengaño de estos capitalistas y empresarios que las ensoñaciones de socialistas y comunistas de todo tipo.
La tarea de la nueva generación
Tal y como son hoy las tendencias ideológicas, uno tiene que esperar que en pocas décadas, tal vez antes del ominoso año 1984, todos los países hayan adoptado el sistema socialista. Al hombre común se le librará de la tediosa tarea de dirigir el curso de su propia vida. Las autoridades le dirán qué hacer y qué no hacer, será alimentado, alojado, vestido, educado y entretenido por ellas. Pero, ante todo, le liberarán de la necesidad de usar su propio cerebro. Todos recibirán «de acuerdo con sus necesidades». Pero la autoridad decidirá cuáles son las necesidades de una persona. Como en el caso de periodos anteriores, el hombre superior ya no servirá a las masas, sino que las dominará y gobernará.
Pero este resultado no es inevitable. Es el objetivo al que se dirigen las tendencias prevalecientes en nuestro mundo contemporáneo. Pero las tendencias pueden cambiar y hasta ahora siempre han cambiado. La tendencia hacia el socialismo también puede remplazarse por una diferente. Conseguir ese cambio es la tarea de la nueva generación.
- 1Horace Kallen, «Behaviorism», en la Encyclopaedia of the Social Sciences, vol. 2 (Nueva York: Macmillan, 1930), pág. 498.
- 2Karl Marx, Critique of the Social Democratic Program of Gotha [Carta a Bracke, 5 de mayo de 1875] (Nueva York: International Publishers, 1938).
- 3[Por ejemplo, John K. Galbraith, La sociedad Opulenta (Boston: Houghten Mifflin, 1958) - Ed.]
- 4Vance Packard, «Babes in Consumerland», Las Formas ocultas de la propaganda (Nueva York: Cardinal Editions, 1957) págs. 90-97.
- 5Ibid., Pág. 95.
- 6Ibid., Pág. 93.
- 7León Trotsky, Literatura y revolución, R. Strunsky, trad. (Londres: Geroge Allen y Unwin, 1925), p. 256.
- 8Marx, Critique of the Social Democratic Program of Gotha.