La descentralización y la devolución de poder estatal son siempre algo bueno, independientemente de las motivaciones detrás de esos movimientos.
Hunter S. Thompson, mirando atrás a la contracultura de los sesenta en San Francisco, lamentaba el fin de esa era y su imaginaria inocencia infantil florida:
Así que ahora, menos de cinco años después, se puede subir a una colina empinada en Las Vegas y mirar a poniente y con la mirada correcta casi se puede ver la marca de la marea: ese lugar donde rompió finalmente la ola y se retiró.
¿El voto del Brexit de hoy, gane o pierda, marcará igualmente el lugar en el que la en un momento inevitable marcha de del globalismo empiece a retroceder? ¿Ha llegado la gente normal del mundo al punto en el que las preguntas reales acerca de la autodeterminación se han hecho tan agudas que ya no pueden ignorarse?
El globalismo, defendido casi exclusivamente por las élites políticas y económicas, ha sido la fuerza dominante en occidente durante cien años. La Primera Guerra Mundial y la Sociedad de Naciones crearon el marco para las expediciones militares multinacionales, mientras que la creación del Banco de la Reserva Federal preparó el terreno para que el dólar de EEUU acabara convirtiéndose en la divisa mundial de reserva. Los programas públicos progresistas en los países occidentales prometían un modelo de universalismo después de la destrucción de Europa. Derechos humanos, democracia y visiones sociales ilustradas iban a servir ahora como señas de identidad de una Europa postmonárquica y unos EEUU en auge.
Pero el globalismo nunca fue liberalismo, ni pretendía serlo por parte de sus constructores. Esencialmente, el globalismo siempre ha significado el gobierno por élites no liberales bajo el disfraz de la democracia de masas. Siempre ha sido característicamente antidemocrático y antilibertad, aunque pretendiera representar la liberación de los gobiernos represivos y la pobreza.
El globalismo no es simplemente, como afirman sus defensores, el resultado inevitable de la tecnología moderna aplicada a la comunicación, el comercio y el transporte. No es «el mundo haciéndose más pequeño». En realidad, es una ideología y una visión del mundo que debe imponerse por medios estatista y corporativistas. Es la religión cívica de personas llamadas Clinton, Bush, Blair, Cameron y Lagarde.
Sí, los libertarios defienden un comercio global sin restricciones. Incluso marginalmente, el libre comercio incuestionablemente ha creado enorme riqueza y prosperidad para millones de personas en el mundo. Comercio, especialización y comprensión de la ventaja comparativa han hecho más por aliviar la pobreza que un millón de Naciones Unidas o Fondos Monetarios Internacionales.
Pero la UE, el GATT, la OMC, el NAFTA, el TPP y toda la sopa de letras de planes comerciales son impedimentos completamente iliberales disfrazados de libertad comercial real. De hecho, el verdadero libre comercio es una ley unilateral con una sola frase: El país X, a partir de ahora elimina todas las tasas, impuestos y aranceles de importación sobre todos los bienes Y del país Z.
Y, como explica Godfrey Bloom, la Unión Europea es principalmente una zona aduanera, no una zona de libre comercio. No es necesaria una burocracia en Bruselas para aplicar simples reducciones arancelarias paneuropeas. Sin embargo, es necesaria para empezar a construir lo que de verdad demanda el globalismo: un gobierno europeo de facto, completado con densas normas regulatorias y fiscales, cuerpos cuasijudiciales, un incipiente ejército y una mayor subordinación de las identidades nacionales, lingüísticas y culturales.
Lo que nos lleva a la votación del Brexit, que ofrece a los británicos mucho más que únicamente una oportunidad de despegarse del proyecto político y monetario de una UE condenada. Es una oportunidad para frustrar al gigante, al menos por un periodo, y reflexionar sobre la vía actual. Es una oportunidad de hacer un disparo que resuene en todo el mundo, de desafiar la certidumbre de la explicación de que «el globalismo es inevitable». Es la última oportunidad de Reino Unido para plantear (en un momento en el que incluso preguntar es un acto de rebelión) la pregunta política más importante de nuestros tiempos o de cualquier tiempo: ¿quién decide?
Ludwig von Mises entendía que la autodeterminación es el objetivo fundamental de la libertad, del liberalismo real. Es verdad que los libertarios no deberían preocuparse por la «soberanía nacional» en sentido político, porque los gobiernos no son reyes soberanos y nunca deberían considerarse como dignos de determinar el curso de nuestras vidas. Pero también es verdad que cuanto más atenuada esté la relación entre el individuo y el ente que pretende gobernarlo, menos control (autodeterminación) tiene el individuo.
Por citar a Mises, de su clásico (en alemán) de 1927, Liberalismo:
Si fuese posible de alguna manera conceder este derecho de autodeterminación a toda persona individual, tendría que hacerse así.
En definitiva, el Brexit no es un referéndum sobre comercio, inmigración o las reglas técnicas promulgadas por el (terrible) Parlamento Europeo. Es un referéndum sobre la nacionalidad, que está un paso alejada del globalismo y cerca de la autodeterminación individual. Los libertarios deberían considerar la descentralización y devolución de los poderes estatales como algo bueno, como siempre, independientemente de las motivaciones de dichos movimientos. Reducir el tamaño y ámbito de cualquier simple (o multinacional) dominio del Estado es decididamente saludable para la libertad.