[Reimpreso de Free Market Economics: A Basic Reader, recopilado por Bettina G. Greaves]
El gran problema del monopolio al que tiene que enfrentarse hoy la humanidad no es el resultado del funcionamiento de la economía de mercado. Es el producto de una acción intencionada por parte de los gobiernos. No es uno de los males propios del capitalismo, como proclaman los demagogos. Por el contrario, es el fruto de políticas hostiles al capitalismo y que pretenden sabotear y destruir su funcionamiento. —Ludwig Von Mises, Acción humana.
En la sociedad libre, los gobiernos mantienen la paz, protegen la propiedad privada y aplican los contratos. El gobierno debe hacer estas cosas eficazmente y no debe hacer nada más; en caso contrario estarán ausentes las condiciones indispensables para la libertad personal en la sociedad. Ningún hombre mortal puede saber si una sociedad libre es alcanzable o no: los límites de nuestro conocimiento son demasiado estrechos. Pero sí sabemos una cosa: que esta nunca llegará hasta que al menos los defensores de la sociedad libre sean completamente conscientes de las condiciones necesarias para su existencia. Pues aquellos deben estar siempre en guardia contra nuevos movimientos, ideas y principios que pongan en peligro su realización. Por otro lado, deben ser enormemente conscientes de los impedimentos existentes, de forma que puedan dirigir sus energías inteligentemente a la eliminación de las causas de las imperfecciones actuales.
Asumo con considerable inquietud la tarea de argumentar que el gobierno debería dejar de tratar de promover la competencia por medio de leyes antitrust, especialmente porque algunos defensores de la sociedad libre creen que una aplicación vigorosa de esas leyes es absolutamente indispensable. Aun así, las leyes antitrust son incoherentes con los principios básicos de la sociedad libre, la propiedad privada y la libertad de contrato: privan a las personas de propiedad privada en algunos casos y hacen ilegales ciertos contratos que serían válidos en otros. Además, extienden el papel del gobierno mucho más allá de lo previsto por la teoría de la sociedad libre y por tanto equivalen a una admisión inconsciente de que la propia teoría esencial es incoherente, pues la política antitrust acepta implícitamente la premisa marxista de que una economía de laissez faire generaría una decadencia de la competencia y la aparición de un monopolio abusivo. Finalmente, y esto puede ser la razón más acuciante para el artículo actual, en su intento de promover la competencia las leyes antitrust en realidad la están perjudicando.
Leyes vagas e inciertas
Uno de los males esenciales de las leyes antitrust es la vaguedad e incertidumbre de su aplicación. Han producido principalmente confusión. Hace más de 70 años, las leyes antitrust impidieron que se fusionaran la Great Northern Railway y la Northern Pacific, aunque solo un pequeño fragmento de sus líneas respectivas se superponía en competencia. Pero unos pocos años después a United States Steel se le permitió consolidar una enorme preponderancia en la producción de acero del país bajo una sola dirección. Desde entonces hemos estado en un festival contra las fusiones y así, a Bethlehem y Youngstown se les ha prohibido hacer a una escala más pequeña lo que U.S. Steel hizo a gran escala. A Socony y otras compañías petroleras integradas se les dijo que no podrían comprar petróleo a precios establecidos en mercados competitivos. Pero solo unos pocos años antes se había permitido a la Appalachian Coals Association actuar como agente comercial exclusivo para la mayoría de la producción de carbón de toda una región. Cuarenta años después de que su previsión, valentía y capital hubieran sido esenciales para desarrollar el gran complejo productivo de General Motors, a la du Pont Company se le ordenó renunciar al control de sus acciones de aquella empresa debido a una relación comprador-vendedor relativamente insignificante entre ellas. Solo las limitaciones de espacio impiden una lista casi infinita de resultados igualmente contradictorios y poco equitativos de los estallidos impredecibles del volcán antitrust. En la actualidad, las políticas supuestamente competitivas de la Ley Sherman se ven burladas por aquellos componentes patentemente anticompetitivos de las leyes antitrust, la Ley Robinson-Patman y las leyes de comercio justo.
Así que, para el observador cuidadoso y honrado, las leyes antitrust parecen ser un fárrago de confusión, en lugar de un “fuero de libertad económica” como se les califica de los discursos. Se han metamorfoseado, por los antojos políticos a los que su vaguedad las hacen susceptibles, en un insulto a la idea de que las leyes deberían ser aplicadas por igual a todos. Algunos pueden considerar estas consecuencias como únicamente incidentes desafortunados de un programa en general alabable. Aun así, tenemos que recordarnos continuamente que la ley va en beneficio de la ciudadanía, en lugar del juego del gobierno y los juristas. La principal función de la ley es proporcionar a la gente reglas de juego claras y sensatas, de manera que puedan ocuparse de sus asuntos con el mínimo de duda e incertidumbre.
Al tiempo que agravan las incertidumbres existentes de la vida, las leyes antitrust no pueden demostrar la afirmación de que mejoran la competencia, a pesar de las declaraciones de los entusiastas cazatrusts. He oído decir que el resultado de desarticular grandes empresas es crear competencia entre sus fragmentos y por tanto contribuir al bienestar social. Pero un momento de reflexión demostrará que esto es una afirmación vacía e injustificable. Aunque puedan crearse empresas adicionales desarticulando grandes empresas, el resultado no es necesariamente de interés social, ni crea o mejora necesariamente la competencia. El interés social y la competencia no se atienden automáticamente con un aumento del número de empresas. Es de conocimiento común que la competencia puede ser más vigorosa y el servicio a la sociedad mayor cuando un sector tiene menos empresas que cuando tiene muchas. La cuestión, desde el punto de vista de la sociedad, no es cuántas empresas hay, sino lo eficiente y progresivamente que las empresas (sin que importe lo numerosas que sean) utilizan recursos escasos al servicio del público. Tal vez la producción mejore después de que un solo gran productor se divida en fragmentos, pero es igualmente posible que no lo haga. Nadie puede decirlo por adelantado y también es imposible hacerlo después del hecho. Lo único que puede decirse con seguridad acerca de la desarticulación de empresas es que se ha usado el poder del gobierno para negar derechos de propiedad en lugar de para protegerlos. Si realmente queremos que la propiedad privada es la institución más valiosa de la sociedad libre y que en ella reside la fortaleza de la sociedad libre, entonces es incorrecto derogar esa institución sobre la base de una mera adivinanza.
Sindicalismo monopolístico
La aproximación antitrust para la mejora de la competencia pierde todavía más su atractivo cuando se entiende que el monopolio más abusivo y socialmente peligroso que existe hoy en este país es producto directo de los privilegios públicos especiales. Los sindicatos son hoy los monopolios más destructivos en nuestro sistema y son también los mayores beneficiarios de los privilegios públicos especiales.
Ante todo, está el privilegio virtual de la violencia, del que solo disfrutan los sindicatos. Ni las personas de otras organizaciones son tan privilegiadas. La memoria es extrañamente corta con respecto a la violencia sindical y aun así todos los grandes sindicatos de Estados Unidos la han usado habitualmente, tanto en la organización como en la “negociación colectiva”.
De los hombres que se resisten a ser miembros de los sindicatos, muchos son atacados y algunos muertos. Tienen mucho más que temer que las personas que rechazan los halagos de vendedores de otros bienes o servicios. Esto es verdad a pesar del hecho de que el derecho a no unirse al sindicato está firmemente afirmado en la teoría legal y la teoría de la sociedad libre, igual que el derecho a comprar lo que uno quiera o rechazar comprar cuando se quiera.
En 1959, el sindicato de mineros se dedicó a una de sus purgas habituales en las minas no sindicalizadas que aparecían continuamente debido a los salarios antieconómicos a los que obligaban los mineros organizados por dicho sindicato. Una noticia de Associated Press, fechada el 10 de abril de 1959, informaba de que “un trabajador no sindicalizado ha muerto, cinco miembros del sindicato han sido acusados de los disparos mortales y tres galerías se han visto dañadas por dinamita desde que empezó la huelga el 9 de marzo. El paro ha afectado a más de 7.000 personas por las demandas del sindicato de un salario de 34,25$ diarios, un aumento de 2,00$”. El aspecto más nefasto de la noticia se encuentra en la mención a que el gobernador A. B. Chandler de Kentucky estaba amenazando (después de un mes entero de terror y pillaje del sindicato) con ordenar la actuación de la Guardia Nacional en las minas de carbón.
No es un caso aislado. Por el contrario, la violencia y la obstrucción sección física son características habituales de la mayoría de las huelgas, excepto en donde los empresarios cierran “voluntariamente” sus negocios, de acuerdo con la teoría de Reuther de la dirección ilustrada que he descrito en Power Unlimited: The Corruption of Union Leadership (Ronald Press, 1959). Una noticia especial del New York Times, con fecha 5 de agosto de 1959, informaba de que “se ha levantado un asedio hoy para 267 empleados supervisores en la United States Steel Company’s Fairless Works. (…) A partir de ahora al personal supervisor se le permitirá entrar y abandonar la fábrica a voluntad para mantenimiento”. La noticia no dice nada acerca de las probables consecuencias de cualquier intento de las compañías acereras por mantener la producción. Pero el hecho de que los supervisores estuvieran asediados debido a operaciones de mantenimiento sugiere que los trabajadores de a pie que intentaran en dedicarse a la producción serían atacados. No está fuera de lugar inferir que el asedio de los supervisores, por otro lado una acción bastante estúpida, pretendía mandar ese mensaje.
El estudiante cuidadoso del bienestar industrial distinguirá un patrón de violencia que revela un toque institucionalizado y profesional. Piquetes masivos, bandas de matones, manifestaciones locales, bombas de pintura y, tal vez lo más notable de todo, los “permisos” que los sindicatos en huelga emiten para el personal de gestión para fines limitados: son componentes cuidadosamente preparados del poder último de monopolio de los sindicatos.
Por cierto, nos hemos quedado tan confundidos y tan cansados del terror, la destrucción y el desperdicio de los sindicatos organizando guerras que vemos con alivio y contento uno de los contratos más prodigiosos de restricción del comercio nunca llevados a cabo: el celebrado “pacto de no agresión” de la AFL-CIO. Ninguna división de los mercados por ninguna empresa industrial ha logrado nunca esas proporciones. El “pacto de no agresión” divide toda la fuerza trabajadora organizable de acuerdo con las ideas de los líderes sindicales que tenga mayor peso en la AFL-CIO. Determina qué sindicatos tienen “derecho” a qué empleados. La teoría del derecho moderno de las relaciones laborales es que los empleados tienen un derecho a sindicalizarse siguiendo su propia elección. Invirtiendo ese principio, el “pacto de no agresión” afirma que la decisión pertenece al liderazgo del sindicato. Si cualquier grupo empresarial dijera tan abiertamente que dicta las decisiones de los consumidores, sería perseguido por diversas instituciones federales y encarcelado por una u otra o tal vez por muchos comités del Congreso. No recibiría telegramas de felicitación de los principales políticos de la nación.
Intervención pública
Cuanto más se examina el derecho laboral estadunidense, más queda uno convencido de la validez de la teoría del profesor Mises de que ningún monopolio abusivo es posible en una economía de mercado sin la ayuda del gobierno de una manera u otra. Si se permitiera a los empresarios agruparse pacíficamente para resistir la sindicalización, igual que a los sindicatos se les permite realizar actividades coactivas concertadas para obligar a la sindicalización, es probable que las presiones puramente económicas (no violentas) de los sindicatos no fueran tan eficaces como han sido en aumentar el tamaño y poder de los grandes sindicatos. Pero el gobierno ha quitado los empresarios todo poder de resistir la sindicalización, tanto por medios pacíficos como violentos. Al mismo tiempo, ha permitido a los sindicatos retener los métodos más eficaces de coacción económica. Así que piquetes, boicots y otros modos más sutiles de sindicalismo obligatorio son en muchos casos tan eficaces a la hora de obligar a convertirse involuntariamente en miembros (y en ausencia de presiones económicas contrapuestas por parte de los empresarios) como la violencia física abierta.
El sindicalismo monopolista debe también mucho a la ayuda directa y positiva del gobierno. Consideremos la firme prohibición de sindicatos independientes patrocinados por las empresas que ha prevalecido durante más de veinte años. Aunque esos pequeños sindicatos podrían a veces servir mejor los intereses de los empleados, el primer Consejo Nacional de Relaciones Laborales prácticamente declaró ilegales todos los sindicatos independientes y sentencias más recientes continúan favoreciendo a los sindicatos con grandes afiliaciones.
El principio del gobierno de la mayoría
Pero tal vez la contribución más importante del gobierno al monopolio sindical es el principio del gobierno de la mayoría, que hace de cualquier sindicato elegido por la mayoría de los votos en una “unidad apropiada de negociación” el representante exclusivo de todos los empleados en dicha unidad, incluyendo aquellos que no han votado en absoluto, así como aquellos que han rechazado expresamente al sindicato como representante en la negociación. El gobierno de la mayoría es un principio monopolista: siempre tiene que compararse con la libertad individual de acción. La determinación de la “unidad apropiada de negociación” queda a la discreción prácticamente irrevisable del Consejo Nacional de Relaciones Laborales. Y esa institución en numerosos casos se ha sentido obligada a considerar la unidad de negociación más favorable para la elección de sindicatos. De hecho, los políticos podrían aprender algo acerca de la manipulación mediante el estudio de las determinaciones de unidades por parte del consejo laboral.
Incluso si pudiera eliminarse la manipulación, el principio de gobierno de la mayoría seguiría siendo una fuente de abuso monopolístico, basado en un poder de monopolio concedido y aplicado por el gobierno. Un sindicato puede ser certificado como representante exclusivo en una unidad de negociación de 1.000 hombres sobre la base de solo 301 votos afirmativos, pues una lección se consideraría válida en esa unidad si participan 600 empleados. Así que, si una mayoría simple votó a favor del sindicato, los 699 restantes se verán encadenados al sindicato como su representante exclusivo en la negociación, lo quieran o no.
Salvaguardas competitivas
La sociedad no tiene nada que temer de los sindicatos que sin coacción privilegiada negocien contratos laborales y lleven a cabo otras actividades legales y útiles para los trabajadores que hayan aceptado voluntariamente sus servicios. Pues no son sino otra de las asociaciones o instituciones consensuales de servicio que una sociedad libre genera tan prolífic mente. Además, la sociedad libre ha demostrado que su mecanismo esencial, la libre competencia en mercados abiertos, es lo suficientemente duro y resistente como para defenderse contra la explotación frente a cualquier asociación genuinamente voluntaria. El problema crítico aparece cuando un hombre o una asociación destruye el mecanismo principal de defensa de la sociedad por medio de una conducta violenta y coactiva, o cuando ese mecanismo se ve debilitado por el gobierno. Pues entonces, sin los controles y equilibrios de hombres libres rivalizando contra hombres libres en una competencia civilizada, la sociedad se queda tan propensa a la explotación por parte de la gente sin escrúpulos como lo estaría una tienda de lujo sin guardias ni alarmas contra ladrones.
Cuando se entienden las fuentes y componentes del monopolio del sindicato, queda claro que las leyes antitrust no pueden resolver el problema. La fuente fundamental ha de encontrarse en los fallos y errores del gobierno y que no pueden remediar las leyes antitrust más elaboradamente concebidas. El trabajo básico del gobierno es mantener la paz. No ha mantenido la paz en las relaciones laborales. Los gobiernos locales, estatales y federales han fracasado todos en impedir que los matones y los piquetes interfieran en la libertad de acción de los empleados no sindicalizados y los empresarios en las peleas por las negociaciones. (Ver mi libro, The Kingsport Strike, Arlington House, 1967.) Un fracaso similar a la hora de realizar campañas ha permitido convertirse en gigantes a sindicatos que habrían sido pigmeos si solo hubieran representado a los trabajadores que los quieren. Queda igualmente claro que las leyes antitrust no hacen nada por remediar las consecuencias monopolísticas de las ayudas positivas concedidas por el gobierno a los grandes sindicatos, el principio del gobierno a la mayoría y la ilegalidad virtual de los pequeños sindicatos independientes.
Estoy convencido de que los aspectos socialmente peligrosos de los grandes sindicatos se han producido por los errores y fracasos del gobierno que hemos estado considerando. Por un lado, el gobierno ha estado tolerando la violencia y la coacción económica por medio de las cuales los grandes sindicatos han conseguido su poder actual y, por otro, ha intervenido directamente en su apoyo. Además, durante los últimos cuarenta años o más, los cargos de la administración nacional han desempeñado un papel esencial en las disputas industriales clave que han establecido el patrón del llamado impulso inflacionista del coste de los salarios.
Esto último es un factor mucho más importante de lo que parece a primera vista. Sugiere que los controles y equilibrios de la libre empresa son adecuados para proteger al público incluso frente a los monopolios laborales obligatorios creados artificialmente y que conocemos ahora. Además, es razonable inferir que esos controles funcionarían todavía más eficazmente si los políticos no solo se mantuvieran fuera de las negociaciones, sino que también aplicarn las leyes en contra de la organización obligatoria. Estas consideraciones sugieren que el primer paso lógico para aquellos preocupados por el poder sindical sería insistir en que el gobierno elimine los actuales privilegios especiales de los que disfrutan los sindicatos y luego espere pacientemente a ver si el programa funciona por sí mismo sin ninguna intervención adicional del gobierno.
El papel limitado del gobierno, expresado por Mark Twain
Creo que debería adoptarse la misma aproximación con respecto a empresas sospechosas de abusos monopolistas. En lugar de seguir las vaguedades políticas de la aproximación antitrust, sería mejor asegurarse de que se eliminan todos los privilegios especiales, como aranceles, franquicias exclusivas y otros dispositivos públicos para bloquear el acceso a los mercados. La abolición de las leyes fiscales que impidan injustamente a las grandes ganancias amasar de capital necesario para competir con empresas existentes también ayudaría mucho más que las demandas antitrust a la hora de promover la competencia. En resumen, si el gobierno se limitara a proteger la propiedad y los derechos contractuales y desistiera de obstaculizar esos derechos, estaría haciendo todo lo que el gobierno puede hacer para promover la competencia. Y no deberíamos tener que estar muy preocupados acerca de monopolios y contratos que restrinjan el comercio. Pues, como demuestra el relato de Mark Twain sobre la historia del monopolio de los pilotos de los barcos de río en el siglo XIX, el sistema de libre empresa es por sí mismo completamente capaz de destruir todas las restricciones abusivas hacia la competencia que no estén apoyadas y protegidas por el gobierno.
En los años anteriores a la Guerra de Secesión, escribe Twain en Life on the Mississippi, los pilotos de los barcos fluviales de vapor constituyeron una asociación que iba a convertirse, como decía Twain, en “el monopolio más duro del mundo”. Tras muchos intentos de incluir a sus miembros, un repentino aumento en la demanda de pilotos produjo el primer impulso de la asociación. Esto hizo que los miembros mantuvieron su promesa en contra de trabajar con alguien que no fuera miembro y pronto los no miembros empezaron a tener dificultades en conseguir trabajos. Esta dificultad aumentó por el historial de seguridad de los pilotos de la asociación, que inventaron un ingenioso método evolucionado partir de la asociación para conseguir informes actualizados sobre el siempre cambiante canal del Mississippi. Como la información de estos informes se limitaba a los miembros de la asociación, y como los no miembros no tenían una guía de navegación comparable, el número de barcos perdidos o dañados por estos últimos se hizo pronto evidentemente desproporcionada. “Un día negro”, escribe Twain, “se ordenó formalmente a todos los capitanes (por los suscriptores) despedir inmediatamente a la gente ajena y a tomar pilotos asociados en su lugar”.
La asociación estaba entonces en el asiento del conductor. Prohibió todos los aprendices durante cinco años y controló estrictamente su número a partir de entonces. Entró en el negocio los seguros, asegurando no solo la vida de sus miembros, sino también las pérdidas de los barcos. Por ley de EEUU, era necesaria la firma de dos pilotos licenciados antes de convertirse en nuevo piloto. “Pero no había nadie fuera de la asociación competente para firmar”, dice Twain y “consecuentemente se acabó la creación de pilotos”. La asociación procedió a forzar al alza los salarios hasta quinientos dólares al mes en el Mississippi y setecientos dólares en algunos de sus afluentes. Los salarios de los capitanes naturalmente tenían que ascender al menos al nivel del de los pilotos y pronto los mayores costes tenían que reflejarse en tarifas más altas. Entonces empezaron a funcionar los controles y equilibrios de la sociedad. Este es el resumen de Twain:
Como he señalado, la asociación de pilotos era entonces tal vez el monopolio más compacto del mundo y parecía sencillamente indestructible. Y aun así sus días de gloria estaban contados. Primero, el nuevo ferrocarril (…) empezó a desviar los viajes de pasajeros de los barcos de vapor; luego llegó la guerra, que aniquiló casi completamente el sector de los barcos de vapor durante muchos años (…) luego el tesorero de la asociación de St. Louis metió la mano y se fue con todos los dólares de la fundación y finalmente, con los ferrocarriles entrando por todas partes, había poco para hacer en los barcos que no fuera transportar cargas. Así que inmediatamente algún genio de la costa atlántica presentó un plan para arrastrar una docena de cargos en barcos de vapor hasta Nueva Orleans arrastrados por un vulgar y pequeño remolcador y, atentos, en un abrir y cerrar de ojos, por decirlo así, la asociación y la noble ciencia del pilotaje fueron cosas de un pasado muerto y patético.
La moraleja: el trabajo del gobierno se lleva a cabo cuando defiende el derecho de los empresarios o trabajadores competitivos a asumir las funciones de las que abusan los grupos monopolistas. La moraleja más profunda es que los abusos monopolísticos raramente sobreviven sin una base de una forma u otra de privilegio especial concedido por el gobierno. Las largas y grandes huelgas del acero, el automóvil y otras que hemos sufrido no habrían durado tanto tiempo si el gobierno hubiera protegido efectivamente el derecho de las empresas a mantener sus fábricas operando y el derecho de los empleados a continuar trabajando durante la huelga.