Es más probable que mueras de una enfermedad cardiaca que de cualquier otra cosa, en parte porque, bueno, si no te pasa nada, el corazón te fallará. Hoy en día, un infarto de miocardio puede costarte más de 760.000 dólares, si tienes en cuenta los gastos hospitalarios, los medicamentos recetados, los cuidados adicionales durante el resto de tu vida y los costes indirectos, como la pérdida de tiempo de trabajo.
Hasta el 80 por ciento de las cardiopatías prematuras pueden prevenirse simplemente con la adopción de una dieta sana, ejercicio regular y evitando el tabaco. En 1999, el Estudio del Corazón de Lyon demostró que un cambio de dieta podía reducir en un 70% las cardiopatías —aproximadamente tres veces la reducción del riesgo conseguida con las estatinas— y en un 45% la tasa de mortalidad.
Pero el Estado sigue destinando ingentes cantidades de fondos públicos a las estatinas, a pesar de los años de pruebas crecientes de que no reducen la mortalidad por todas las causas en pacientes que aún no han sufrido un infarto. En cuanto a los stents y la cirugía de bypass coronario, más vale prevenir que curar.
Uno de los principales problemas de la colonización gubernamental de la sanidad es que, aunque a la gente no le gusta que el gobierno le diga que deje las patatas fritas o que se levante del sofá para dar una vuelta a la manzana, sí que le gusta el tratamiento gratuito. Una vez que el «derecho a ser tratado» se convierte en la norma aceptada, pagar por las enfermedades prevenibles tiene sentido, y entonces se convierte en un enfoque respaldado por una coalición de grupos de presión médicos y pacientes dispuestos.
Prevalece la opinión cultural de que la gente no es capaz o no está dispuesta a cambiar su estilo de vida o a cuidar mejor de su salud, y sin duda a la industria médica le conviene que la gente crea esto, ya que le permite vender cantidades interminables de estatinas, stents y realizar operaciones costosas como la cirugía de bypass. Pero tenemos algunos estudios de casos que demuestran que, con el apoyo adecuado, la gente puede cuidarse mejor.
En Ribera (Nuevo México), una empresa privada obtuvo la licencia para prestar la asistencia sanitaria pública. Para mantener los costes bajos (y obtener beneficios), ofrecía mucha atención activa y preventiva para mantener a la gente alejada de los hospitales.
Por ejemplo, el hospital tomaba nota de quiénes acudían con bronquitis crónica en invierno y se ponía en contacto con ellos el siguiente octubre para ofrecerles una visita. Si sufrían problemas de salud, se les administraba un tratamiento preventivo que reducía las probabilidades de que acabaran en el hospital más adelante, lo que ahorraba dinero y un traumático viaje al servicio de urgencias en una fría noche de invierno. También controlaban a las personas con cardiopatías conocidas para ofrecerles un tratamiento precoz y, en consecuencia, conseguían admitir la asombrosa mitad de infartos que en el pasado.
En 1995, el Centro Médico de la Universidad de Duke instituyó un programa para prevenir la insuficiencia cardiaca congestiva, que era el diagnóstico más frecuente de hospitalización entre los ancianos. Las enfermeras llamaban a los pacientes con insuficiencia cardiaca a casa para comprobar su respiración y asegurarse de que tomaban la medicación adecuada correctamente. Los nutricionistas ayudaban a los pacientes a mejorar su dieta. Los médicos compartían información sobre ellos e ideaban nuevas formas de mejorar la atención. El número de ingresos hospitalarios por insuficiencia cardíaca congestiva en Duke disminuyó, y los pacientes ingresados pasaron menos tiempo en el hospital, lo que redujo los costes para las aseguradoras en un 37%.
Cabría pensar que, con resultados tan asombrosos de los que presumir, programas como estos se habrían convertido en habituales en las dos décadas y media transcurridas desde entonces. Pero no ha sido así. Y con el sistema actual es probable que no lo sean porque Duke perdió dinero como consecuencia del programa.
En un mercado libre habría un enorme incentivo para que las empresas encontraran formas innovadoras de evitar el despilfarro de 760.000 dólares en un infarto evitable y ayudar a la gente a darse cuenta de los beneficios de una mayor salud. A la gente le encanta estar en forma. Les encanta poder correr con sus hijos a cuestas sin quedarse sin aliento y poder revolcarse con sus parejas sin agotarse.
Pero mientras los fondos públicos sigan apuntalando el modelo de «extinción de incendios» de la sanidad, en el que esperamos a que la gente enferme de verdad para tratarla con fármacos caros y cirugía, es poco probable que veamos surgir muchos programas de «prevención de incendios».