El domingo se conoció la noticia de que el presidente Joe Biden ha autorizado a Ucrania a utilizar misiles americanos de largo alcance para atacar más profundamente en territorio ruso. Después de que los EEUU diera luz verde a Ucrania para atacar objetivos en el lado ruso de la frontera a principios de este año, el gobierno ucraniano y sus mayores defensores en Washington han estado presionando al presidente para que apoye ataques de mayor alcance, —especialmente después de que Ucrania lanzara su invasión de la región rusa de Kursk. El domingo cumplieron su deseo. El martes se lanzó el primer misil contra un objetivo en la región rusa de Briansk.
Esta medida preocupa a muchos en Occidente. En septiembre, el presidente ruso Vladimir Putin ordenó modificar la doctrina nuclear rusa. Según los cambios, el Kremlin considera ahora que un ataque contra Rusia llevado a cabo por un Estado no nuclear con el apoyo de una potencia con armas nucleares es un ataque conjunto. Además, según la nueva doctrina, un ataque convencional que suponga una «amenaza crítica para la soberanía rusa» alcanza ahora el umbral oficial para desencadenar una respuesta nuclear rusa. Ayer se hicieron oficiales estos cambios.
El sistema de armas americano que utilizan ahora los ucranianos es el Sistema de Misiles Tácticos del Ejército, o ATACMS. Tienen un alcance de 190 millas y, lo que es más importante, requieren que los EEUU o sus aliados proporcionen las coordenadas de puntería cada vez que se dispara. Así pues, los EEUU no se limita a permitir que los ucranianos disparen misiles hacia el interior de Rusia, sino que les ayuda activamente a hacerlo.
Hace seis días, China abrió un puerto de aguas profundas en Chancay, Perú, a 3.472 millas de Washington DC. Funcionarios de EEUU y comentaristas de línea dura condenaron la medida, calificándola de «amenaza a la seguridad» de los EEUU porque consideran que está en «el patio trasero de América».Sin embargo, este mismo grupo aplaude ahora que la administración Biden ordene al ejército de los EEUU que ayude a Ucrania a lanzar misiles contra objetivos en Rusia, a poco más de 100 millas de Moscú, sin preocupación aparente por la reacción rusa.
La postura oficial del gobierno de los EEUU parece ser que Putin es un maníaco psicótico que se ve a sí mismo como una figura casi religiosa en conflicto con Occidente, y que se espera que mantenga la cabeza totalmente fría mientras observa cómo los EEUU viola la línea establecida en la doctrina nuclear rusa ayudando a lanzar misiles cada vez más profundamente en territorio ruso.
El otro factor que hace que esta escalada sea frustrante es que la heredera política de Biden, Kamala Harris, acaba de perder las elecciones y el voto popular frente a Donald Trump, quien se postuló, en gran medida, para que el actual conflicto con Rusia pasara del campo de batalla a la mesa de negociaciones. Las personas designadas por Biden y otros altos funcionarios de política exterior han sido muy explícitos en su deseo de «blindar contra Trump» su política sobre Ucrania. Este cambio de política puede ser un intento de hacerlo.
En otras palabras, los funcionarios de Biden y los burócratas no elegidos están trabajando para socavar la capacidad de la próxima administración para llevar a cabo lo que los votantes quieren, todo en nombre de la «protección de la democracia».
Afortunadamente, el inminente traspaso de poder en Washington da a los rusos menos motivos para una escalada en respuesta a estos ataques. Sobre todo si se tiene en cuenta que los meses de consideración que Biden dio a este movimiento supuestamente proporcionaron a los rusos tiempo para mover activos militares críticos fuera del alcance de los ATACMS ucranianos. Por muy provocadora que sea esta medida, la probabilidad de que desencadene por sí sola la Tercera Guerra Mundial sigue siendo muy baja.
Dicho esto, una guerra mundial entre dos gobiernos, armados con miles de armas termonucleares que matan ciudades, es tan insondablemente peligrosa que cualquier aumento del riesgo de que estalle —no importa que pequeño sea— debe considerarse inaceptable.
El mejor y más actualizado relato de cómo puede estallar y se desarrollaría una guerra nuclear procede del inquietante libro de Annie Jacobsen de principios de este año: Nuclear War: A Scenario. Incluso la simple lectura del prólogo (que está disponible gratuitamente en la vista previa de Amazon), donde Jacobsen explica lo que ocurriría en los minutos posteriores a la detonación de una bomba termonuclear sobre una ciudad americana, deja claro que un acontecimiento de este tipo sería una catástrofe que iría mucho más allá de cualquiera de las diversas «amenazas» sobre las que la clase dirigente trata de asustarnos, y que resulta casi cómico que dediquemos tiempo a preocuparnos por cualquier otra cosa.
La mayoría de los expertos que estudian la disuasión nuclear coinciden en que es probable que un uso «limitado» de armas nucleares se convierta rápidamente en un intercambio nuclear total. Y, en un intercambio nuclear total, no se espera que las ciudades americanas sean alcanzadas por una sola bomba, sino por docenas de ellas, —con cientos de pueblos más pequeños también como objetivo y vientos radiactivos que traerán dolorosas muertes a los que inicialmente se salvaron.
Así que es una absoluta locura que Joe Biden comience su período de pato cojo cruzando explícitamente una línea roja que los rusos dijeron que justificaría una respuesta nuclear. Funcionarios de EEUU pasaron décadas burlándose de las líneas rojas de Putin sobre Ucrania, criticándolo por ser sólo palabras y nada de acción, hasta que de repente, en febrero de 2022, invadió el país. Ahora están jugando de nuevo al mismo juego, con mucho más en juego.
Si el trabajo principal del gobierno fuera, como nos enseñan, proteger las vidas y la propiedad de los ciudadanos americanos, entonces evitar un intercambio nuclear sería su mayor prioridad. La decisión de la administración Biden el domingo reitera que nuestros supuestos líderes tienen otras prioridades.