Al final de cada año, durante las fiestas navideñas, se oyen muchas quejas sobre el hiperconsumismo desenfrenado que impera en la sociedad americana moderna. Y quejas no carecen de fundamento. Encienda la televisión o pasee por el distrito comercial de cualquier ciudad antes de Navidad, y es fácil tener la impresión de que todo el concepto americano de amor familiar se basa en la cantidad de cosas que nos compramos unos a otros.
Más allá de la Navidad, no hay duda de que comprar y adquirir cosas es una parte fundamental de la vida americana. Muchos consideran que su estatus social se refleja en lo que pueden gastar y gastan en bienes y experiencias de lujo. Y, cada año, miles de millones de dólares de marketing se destinan a convencernos de que estamos a una compra de la felicidad permanente.
No cabe duda de que la América moderna es una sociedad muy «consumista». Pero antes de condenarlo como un «fracaso moral» del pueblo americano, es importante entender que éste es el resultado buscado por las políticas de nuestro gobierno.
El consumo es una parte esencial de la vida. Obviamente, necesitamos comida, agua, ropa y cobijo para sobrevivir. Y, a medida que la civilización humana ha ido creciendo más allá de las condiciones maltusianas de cazadores-recolectores, los bienes y servicios disponibles para el consumo han hecho la vida más segura, más cómoda y más satisfactoria de lo que nuestros primeros antepasados podrían haber soñado.
Pero todo ese progreso se basa sobre todo en una cosa: la voluntad de nuestros antepasados de renunciar al consumo, ahorrar el fruto de su trabajo e invertirlo en la producción de bienes y servicios más valiosos.
Renunciar al consumo no es fácil, pero es increíblemente importante. Porque ahorrar para invertir es, literalmente, el motor de la civilización.
Pero el ahorro en sí es también un aspecto importante de una sociedad sana. Nuestro mundo es inestable e incierto. Ahorrar dinero nos protege de dificultades futuras que no podemos prever. Y además, nos permite transmitir riqueza a nuestros descendientes, mejorando el punto de partida y el bienestar general de las generaciones futuras.
Entonces, si el bienestar de toda nuestra sociedad exige que invirtamos en líneas de producción más valoradas, nuestro bienestar personal exige que consumamos y el bienestar de nuestros futuros yo y descendientes exige que ahorremos, ¿qué determina qué acción elegimos? Al fin y al cabo, no podemos hacer las tres cosas a la vez.
Como todo, depende de nuestras preferencias. Más concretamente, en este caso, como comparamos la satisfacción de nuestros deseos en distintos periodos de tiempo, se trata de lo que los economistas llaman preferencia temporal —hasta qué punto valoramos más la satisfacción presente que la misma satisfacción en el futuro.
Algunas personas, —sobre todo los niños— prefieren la gratificación inmediata a la gratificación diferida, aunque ésta sea mucho mayor. Se dice que estas personas tienen una alta preferencia temporal.
Normalmente, cuando nos hacemos adultos, llegamos a reconocer las ventajas de retener parte de nuestro consumo para ahorrar y/o invertir en actividades productivas. Aunque no es nada fácil, empezamos a mejorar nuestras vidas de forma espectacular si encontramos la disciplina para actuar en interés de nuestro futuro yo. Se dice que las personas que renuncian a la gratificación instantánea del consumo en favor de la gratificación tardía —aunque a menudo mayor— de la frugalidad o la productividad tienen una baja preferencia temporal.
Esencialmente, toda la historia de la humanidad es una larga historia de sociedades que han conseguido trabajando para reducir su preferencia temporal, invirtiendo en el bienestar de las generaciones futuras y dejando el mundo mejor de lo que estaba antes. Aunque en el momento siempre es más cómodo satisfacer nuestros deseos inmediatos, la coherencia del descenso de las preferencias temporales en la mayor parte del planeta sugiere que los seres humanos tienden de forma natural a sacrificar sus propias comodidades materiales para conseguir un futuro mejor para ellos y sus hijos. Es algo hermoso y la razón por la que nuestra especie ha logrado tanto. Pero en el último siglo, esta gloriosa tendencia milenaria ha sido atacada.
En el pasado, algunos economistas erróneamente llegaron a considerar el ahorro como un despilfarro económico. El dinero ahorrado, pensaban, era dinero que se «escapaba» de la economía. Esta idea, que llegó a conocerse como «la paradoja del ahorro», fue utilizada por los responsables políticos para justificar la intervención del Estado en el sistema monetario.
Hoy en día, con pleno control sobre la oferta y el valor del dinero, el gobierno de los Estados Unidos se ha decantado por una política que pretende provocar una inflación permanente de los precios. Lo hacen imprimiendo dinero e inyectándolo en la economía a través de los mercados de crédito. Al hacerlo, transfiere mucha riqueza a la clase política y crea el recurrente ciclo de pesadilla de auges y recesiones económicas. Pero también tiene profundos efectos en el comportamiento del público.
Porque la inflación permanente de los precios castiga a la gente por ahorrar. El dinero pierde su valor con el paso del tiempo, lo que significa que —al contrario de lo que ha sucedido durante casi toda la historia de la humanidad— el dinero ahorrado hoy no podrá comprarse tanto en el futuro.
Con lo que es, de hecho, un impuesto sobre el ahorro, el gobierno anima a la gente a adoptar comportamientos más infantiles, de alta preferencia temporal, ahorrando menos y consumiendo más. Vivir de cheque en cheque para financiar un consumo que infla el PIB es algo bueno, según esta visión económica retrógrada, al igual que endeudarse para financiar aún más consumo.
Este aumento de la preferencia temporal inducido por el gobierno también tiene impactos increíblemente perjudiciales en nuestra cultura, ya que el consumo de cosas tiene prioridad sobre la producción de recursos y el cultivo de la comunidad. Y la priorización de la gratificación inmediata se extiende más allá de las decisiones económicas para abarcar todos los aspectos de la vida.
Puede que la clase política americana crea realmente que el ahorro es perjudicial para la economía y que hay que desincentivarlo. O puede que simplemente vean ese argumento como otra justificación útil para un sistema monetario que les está haciendo muy ricos. Pero sea como fuere, el tipo de estilo de vida hiperconsumista, que vive de cheque en cheque, enterrado en deudas, que se utiliza para reprender a los americanos —especialmente en Navidad— es precisamente lo que el sistema monetario americano está construido para fomentar.
Considerar que la hiperfijación en comprar cosas durante las fiestas es desagradable es apropiado. Pero asegúrate de culpar a quien corresponda.