El mes pasado, Gran Bretaña dio un peligroso giro a la izquierda. Se ha atacado la educación privada, más viviendas públicas, la promoción del marxismo medioambiental y mucho más. Pero eso no quiere decir que no hubiera un evangelio tácito entre los principales partidos sobre el empobrecimiento deliberado de las islas británicas. Sólo les separan diferencias estéticas.
Un distinguido socio mío me habló de sus quejas, de los ataques contra las personas que ganan salarios más bajos y del armamentismo político utilizado por los dos grandes partidos para ganar puntos del electorado. También mencionó el exasperante comportamiento de los samaritanos de izquierdas que predican el amor, pero cuando la gente vota en contra de sus intenciones, vomitan diatribas irascibles.
Por decepcionante que sea, no me sorprende demasiado. Sería un error etiquetar a los conservadores como orientados por el liberalismo de libre mercado. Algunos permitían la organización de las fuerzas del mercado; otros, como Robert Peel, Margaret Thatcher y John Major, eran partidarios de la libertad individual.
La noción de conservadurismo uninacional, también conocida como democracia tory, fue concebida por Benjamin Disraeli, que propugnaba la creencia de una nación unida que protegiera a las clases trabajadoras contra los supuestos abusos del capitalismo. Como primer ministro en la década de 1870, su gobierno aprobó la Ley de Empresarios y Trabajadores y la Ley de Conspiración y Protección de la Propiedad, esta última despenalizaba el sindicalismo. Se introdujeron reformas sociales para suavizar las relaciones entre el Capital y el Trabajo.
A pesar de estas incursiones en el estatismo, Gran Bretaña conservó en su mayor parte una economía de libre mercado, pero se plantaron las semillas para que brotara una sediciosa revolución social. Como se ha leído, hay coincidencias con el socialismo. Por ello, no es de extrañar que el primer partido socialista (Fundación Socialdemócrata) de Gran Bretaña fuera fundado por Henry Hyndman, un antiguo conservador. Su carrera política se cerró con su muerte como líder del Partido Nacional Socialista en 1921.
Las calamidades de la Primera Guerra Mundial llevaron rápidamente a los laboristas al primer plano político, inspirados por el socialismo gremial de Sidney y Beatrice Webb. Gran Bretaña abandonó el patrón oro en 1931 y, en 1945, los laboristas impusieron el control de precios, expropiaron empresas e instituyeron el Estado benefactor, todo ello consentido por Winston Churchill, un «liberal» irreligioso que mantuvo las políticas de su predecesor —excepto la privatización del acero— y alabó a los poderosos sindicatos en nombre de la democracia tory en la Conferencia del Partido Conservador de 1953; el mismo colaborador ebrio del expansionismo soviético.
Las décadas siguientes serían aún peores. Siguieron el invierno del descontento y una grave inflación; se subvencionaron industrias no rentables, lo que condujo al despilfarro de recursos. Sectores e industrias enteros quedaron paralizados por la interrupción del comercio. No se sacaba la basura y no se enterraba a los difuntos. No se transportaban alimentos y se cerraron hospitales y escuelas. Sin duda, el Congreso de Sindicatos —una casta privilegiada que desprecia el bienestar económico— seguía órdenes del Kremlin.
Los primeros mandatos de Thatcher y Major representaron un cambio de paradigma en cuanto al papel (reducido) del Estado. Sin embargo, a pesar de los éxitos logrados en 18 años de ausencia, no fue suficiente para alejar a los votantes del Nuevo Laborismo, influidos por el carisma de Tony Blair.
Es cierto que su gobierno nunca aplicó medidas keynesianas, y el recuerdo de la Unión Soviética, el control omnipotente del gobierno, los gulags y la pobreza aún estaba fresco en la mente de mucha gente. El socialismo era profundamente impopular. Pero Blair emprendió la socialización a través de la destrucción de los valores culturales y las tradiciones británicas, acosado por la inmigración masiva y la corrección política que ahora amenazan con sacudir los cimientos del sustento de la gente.
No es de extrañar que la izquierda colabore con los islamistas: prohíben el uso de la usura, pilar central de las preferencias temporales de los consumidores, que señalan una preferencia de consumo presente o futuro. Las bajas preferencias temporales se traducen en ganar y acumular capital, lo que denuncian los seguidores del islam, que se limitan a consumir sus recursos, de ahí su bajo nivel de vida y su teología infundada que devalúa los avances y las normas de la civilización.
El amor requiere cuidado y cultiva la paciencia; el odio es opaco y facilita la destrucción. En 2024, se fomenta el comportamiento hedonista y no se respetan los límites. Por eso, los de un orden cultural y religioso inferior se niegan a integrarse en los países que los asientan. El bolchevismo nació en el Segundo Congreso del Partido Laborista Socialdemócrata Ruso en Londres. Y fue bajo una administración laborista cuando se establecieron relaciones diplomáticas con la Unión Soviética.
El hombre moderno, despojado de su pasado, puede ser moldeado para ser cualquier cosa: en el peor de los casos, una abeja obrera para Downing Street.
Sin embargo, merece la pena recordar el casi olvidado Manifiesto Conservador de 1997, que muestra una perspectiva coherente con el paleolibertarismo. Transcribamos parte del mismo:
«Nuestro objetivo es nada menos que el comercio libre de aranceles en todo el mundo para el año 2020».
«La familia es la institución más importante de nuestras vidas. Ofrece estabilidad y seguridad en un mundo que cambia rápidamente. Pero la familia se ve socavada si el gobierno toma decisiones que las familias deberían tomar por sí mismas. La autosuficiencia sustenta la libertad y la elección».
«La gente no sólo ahorra para sí misma, sino también para sus hijos y nietos. Estos ahorros no deben ser penalizados por el sistema fiscal».
En una breve monografía que acompaña al manifiesto, titulada «Por qué el voto a los conservadores», podemos encontrar la siguiente cita en la página 13: «La mejor forma de mejorar el rendimiento de las industrias británicas es exponerlas a la mayor competencia posible».
Los conservadores harían bien en aprender del pasado, páginas de libertad perdidas en el tiempo. Pero la derrota masiva de 1997 condicionó a los posteriores liderazgos conservadores que propugnaron políticas contrarias a la libertad: Derechos LGBT y legalización del matrimonio entre personas del mismo sexo, cierre de covachuelas, flexibilización cuantitativa y la mayor presión fiscal registrada desde la Segunda Guerra Mundial. La inflación está en máximos históricos y, como muchos saben, el zumbido perpetuo de la máquina de imprimir erosiona los ahorros y destruye todos los empleos productivos de la economía, transfiriendo poder adquisitivo del trabajador al Estado (un impuesto encubierto).
Algunos dentro de Europa sueñan con el regreso de Gran Bretaña a la Unión Europea y a la URSS en tándem con la agenda 2030. Incluso los liberales continentales —que malinterpretan la libertad— defendieron la victoria masiva de los laboristas. Y no es una relación unilateral.
Starmer anunció recientemente sus intenciones de aumentar los lazos comerciales con la UE mediante un perjudicial acuerdo veterinario que obligue al RU a adoptar normativas sobre alimentación y agricultura acordes con la Corte de Justicia de las comunidades europeas, junto con un mejor acceso de los pescadores de la UE a las aguas británicas.
Resulta irónico que el refuerzo del izquierdismo en Gran Bretaña se produjera el cuatro de julio, cuando los americanos se liberaron de la tiranía del rey Jorge. Hoy es una nueva tiranía la que abruma a la población británica.
El nacionalismo está verdaderamente vivo. El nuevo gobierno laborista planea una renovación nacional mediante la creación de Great British Energy, Great British Railway y el National Healthcare Service, todos ellos ataques enconados contra el contribuyente británico y su libertad de elección.
Las industrias nacionalizadas, no sujetas a la competencia, tienen pocos incentivos para mejorar mientras prestan servicios inferiores. La nación no se beneficia de estas exuberantes indulgencias de Whitehall. British Airways enarbola con orgullo la Union Jack sin recurrir a la propiedad pública.
Un sistema de gobierno monárquico proporciona una protección de los derechos de propiedad desconocida en los estados republicanos, donde las manos del poder cambian constantemente. Un monarca protegerá a sus súbditos durante generaciones (una preferencia temporal baja al mantener un valor acreditado del reino). Esta tendencia republicana dentro del Partido Laborista es más frecuente dada su ambición de abolir la monarquía. Todo este nacionalismo, después de todo, va en contra de las raíces genealógicas del rey Carlos: alemán, escocés, griego y danés (Casa de Glücksburg). Keir Starmer es sólo inglés y sencillamente aburrido.
Lamentablemente, el nacionalsocialismo británico ha llegado para quedarse. La oposición está siendo extirpada, políticamente y a través de las redes sociales y los medios de comunicación tradicionales. Pero los habitantes de estas grandes islas son fuertes y pragmáticos.
La historia de Gran Bretaña está repleta de manumisiones de sus súbditos a lo largo de los siglos. La Carta Magna y la Revolución Gloriosa, que cercenaron el absolutismo político, sentaron el precedente de la separación de poderes que desde entonces se ha emulado —sin éxito— en todo el mundo. Un faro de libertad que albergó a una gran estirpe de liberales como William Hutt, Friedrich Hayek, Edwin Cannan y Arthur Seldon, entre otros. La piedra angular de la estabilidad es la tradición y la prosperidad a través de evoluciones pacíficas.
Como escribió Ludwig von Mises en 1919: «Vivir en los mismos lugares y tener el mismo apego a un Estado desempeñan su papel en el desarrollo de la nacionalidad, pero no pertenecen a su esencia. No es diferente de tener la misma ascendencia».
Lo que da forma a la nación es nuestra individualidad. Sin individualismo, no hay identidad.