Como escribí en mi anterior artículo sobre el estatismo y el conflicto entre Israel y Hamás, los Estados son bandas de crimen organizado. Las guerras entre Estados representan, por tanto, guerras entre bandas rivales. La posición libertaria adecuada con respecto a estas guerras de bandas es la neutralidad, o la oposición a todas las partes estatales en guerra. La neutralidad incluye la oposición al intervencionismo, incluida la oposición al envío de armas y ayuda a otras naciones. La ayuda exterior aumenta la agresión fiscal sobre los contribuyentes del país que envía la ayuda y aumenta el control del estado receptor sobre su propia población y sobre aquellos sujetos a su agresión.
Pero en ese artículo planteé una pregunta que no respondí completamente: ¿c ambia significativamente la posición libertaria con referencia a la guerra al considerar los conflictos entre Estados y agentes no estatales? Después de todo, ésta es la situación en la «guerra» entre Israel y Hamás, o lo que se ha convertido en la «guerra» de Israel sobre la población de Gaza y Cisjordania.
Esta cuestión afecta a la esencia misma del estatismo. Los Estados se han apropiado para sí el uso exclusivo de la fuerza que viola el principio de no agresión (PNA), es decir, la fuerza que se utiliza para fines que no sean defensivos. Y, como señaló Murray N. Rothbard en «La guerra, la paz y el Estado», los Estados no pueden emprender guerras exclusivamente defensivas. Dadas las tecnologías de la guerra moderna, las personas inocentes y sus derechos de propiedad serán necesariamente violados en la guerra.
En el caso del bombardeo y la incursión de Israel en la Franja de Gaza —en un supuesto esfuerzo por erradicar a Hamás—, Israel ha agredido a una población estimada en 2,3 millones de personas, matando hasta la fecha a casi diez mil personas (más de la mitad de ellas mujeres y niños), hiriendo a otras veinte mil, desplazando a gran parte de la población y destruyendo viviendas y otras propiedades. El hecho de que los gazatíes votaran para que Hamás los representara no supone ninguna diferencia en cuanto a la violación de sus derechos. Los gazatíes no votaron por el «derecho» de Israel a atacarles, y aunque lo hubieran hecho, eso no exoneraría a Israel. No se puede responsabilizar a la gente de lo que hacen sus gobiernos. Y en cualquier caso, Israel es el gobierno de facto del pueblo gazatí y ha financiado, apoyado y apuntalado a Hamás durante décadas.
Pero, ¿cómo consiguen los Estados emprender, al amparo de la guerra y con la aprobación implícita o incluso explícita de sus electores, lo que a los individuos no se les permite hacer y, de hecho, no deberían hacer? Es decir, ¿cómo ha llegado a aceptarse como legítimo el inicio de agresiones contra personas y bienes por parte de los Estados? La violencia estatal sólo se considera legítima porque la gente ha llegado a aceptar la idea de que los Estados están exentos de las obligaciones morales que tienen los individuos y los grupos no estatales. Los Estados se arrogan el monopolio de la violencia, y la gente se ha acostumbrado tanto a este supuesto monopolio que ha llegado a creer que es legítimo.
Del mismo modo, cuando los Estados recurren a la violencia, ésta se denomina habitualmente «guerra», mientras que cuando los individuos y los grupos no estatales inician la violencia contra grupos o Estados, a menudo se denomina «terrorismo». Con esto no estoy sugiriendo que la violencia de los denominados terroristas sea más legítima que la de los Estados, sino que la violencia estatal se considera más a menudo legítima, mientras que la violencia de los actores no estatales es habitualmente vilipendiada.
La diferente nomenclatura y consideración de la agresión estatal y no estatal se explica en términos de ideología estatista. La ideología estatista otorga a los Estados su peculiar y supuesta exención de responsabilidad. La ideología no es más que la representación de la verdad como su inversa. Pero el abracadabra de la ideología estatal no hace que la violencia estatal sea más legítima que la de los individuos y los grupos no estatales.
Sin embargo, irónicamente, los Estados utilizan la guerra para establecer y fortificar su legitimidad. Como dijo Rothbard:
Es en la guerra cuando el Estado adquiere su verdadera dimensión: se hincha de poder, de número, de orgullo, de dominio absoluto sobre la economía y la sociedad. La sociedad se convierte en un rebaño, buscando matar a sus supuestos enemigos, desarraigando y suprimiendo toda disidencia del esfuerzo bélico oficial, traicionando alegremente la verdad por el supuesto interés público. La sociedad se convierte en un campamento armado, con los valores y la moral —como Albert Jay Nock lo expresó una vez— de un «ejército en marcha».
El mito fundamental que permite al Estado engordar con la guerra es la patraña de que la guerra es una defensa por parte del Estado de sus súbditos. Los hechos, por supuesto, son precisamente lo contrario. Si la guerra es la salud del Estado, también es su mayor peligro. Un Estado sólo puede «morir» por derrota en la guerra o por revolución. En la guerra, por tanto, el Estado moviliza frenéticamente al pueblo para que luche por él contra otro Estado, con el pretexto de que lucha por él.
Aunque los libertarios no exoneran a ninguna de las partes de la guerra, Rothbard sugirió que la culpa de la guerra normalmente no puede distribuirse por igual. El caso de la guerra de Israel sobre Gaza y Cisjordania no es una excepción. Aunque Hamás violó el PNA el 7 de octubre de 2023, es Israel quien tiene más culpa de guerra de su parte. La razón principal por la que ha logrado eludir esta culpa, en su propia mente y en la mente de muchos americanos, al menos, tiene que ver con su estatus como Estado y como Estado religioso para colmo, es decir, como Estado con una ideología que es particularmente cautivadora para muchos. Pero este estatus, como he sugerido, no es en absoluto un aval de su inocencia.