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Irlanda, autenticidad y la Unión Europea

Las recientes elecciones al Parlamento Europeo han puesto en primer plano la cuestión del papel de Irlanda en Europa. Eslóganes rimbombantes adornaban los folletos de los candidatos europeos, prometiendo llevar a Irlanda a la órbita europea o proteger al país de las garras de los burócratas del continente. Sea cual sea la postura, parece que la dicotomía Irlanda-Europa está especialmente arraigada, indudablemente potenciada por nuestra condición insular. Intentemos, no obstante, arrojar algo de luz sobre estas cuestiones identitarias.

La primera pregunta que hay que hacerse es: «¿Qué es Europa?». El primer obstáculo lo encontramos geográficamente, ya que el continente geológico es Eurasia. Tradicional e instintivamente, se tiende a situar el límite de Europa en los Urales y el Cáucaso, dividiendo el vasto país de Rusia entre dos continentes (a pesar de que los rusos étnicos habitan tan al Este como el okrug de Chukotka, frente a Alaska), dejando que las costas definan sus fronteras naturales al Norte, al Oeste y al Sur. Los lingüistas, incluido el autor, se sentirían tentados de basar la respuesta en las lenguas indoeuropeas, lo que nos dejaría ante el enigma de las lenguas indoiranias en Asia más las lenguas no indoeuropeas en suelo patrio, como el vasco, el finlandés o el húngaro.

Una vez escuché una aproximación creativa utilizando el acrónimo Eu.Ro.Pa. como Euangelion-Roma-Parthenon (Evangelio, Roma y Partenón); es decir, la síntesis del cristianismo, el derecho romano y la filosofía griega. Esta interpretación cultural identificará vagamente Europa con el concepto de cristiandad que alcanzó su culminación en la Edad Media. Creo que esta interpretación es bastante acertada si dejamos cierto margen a las diversas culturas autóctonas subyacentes que contribuyeron al desarrollo de la síntesis mencionada. Esto daría al catolicismo un sabor particular distinto del cristianismo copto, por ejemplo, o propiciaría la evolución del Common Law y de nuestro epos medieval (teniendo en cuenta la salvedad de las fluctuantes incursiones musulmanas en ambos extremos del continente). Aquí tendemos claramente hacia el concepto de civilización occidental, que trascendió las barreras geográficas a lo largo de los últimos cinco siglos, pero cuya cuna se encuentra inequívocamente en el continente europeo.

Parece que cualquier definición a la que lleguemos tendrá un elemento de subjetividad y de compromiso. No obstante, en aras de este debate, convengamos en encontrar un terreno común entre los planteamientos anteriores y definamos «Europa» como la tierra formada por la península occidental del continente euroasiático, limitada por los Urales y el Cáucaso e incluidas las islas adyacentes, habitada por pueblos de lenguas mayoritariamente latinas, griegas, germánicas, celtas y eslavas, que poseen una cultura común derivada de la religión cristiana y la tradición clásica grecorromana con diversos grados de peculiaridades locales (sin perjuicio de anomalías como los vascos, los bosniacos musulmanes o Chipre).

A la luz de esa definición, la identidad europea inherente a una isla del continente, de religión cristiana y cultura celta, parece incontestable. La Historia no sólo lo confirma, sino que nos permite ir un paso más allá. La primera prueba de que Irlanda forma parte de un continuo cultural más amplio nos llega en los henges, túmulos y dólmenes neolíticos que alinean esta isla con la cultura megalítica de la fachada atlántica, que comprende la costa occidental de Europa desde las penínsulas ibérica a escandinava, más las islas británicas. La posterior celtización de la isla la situó de nuevo en la órbita de la principal cultura de la Edad del Hierro del continente, extendiéndose desde Portugal hasta Turquía. La posterior llegada del cristianismo sin romanización directa propició su desarrollo natural en una cultura muy idiosincrásica que constituye la columna vertebral del país. Y es este cristianismo celta, fuertemente espiritual y erudito, articulado a través del monacato, el que da lugar a la culminación del lugar de Irlanda en Europa.

En los turbulentos tiempos de transición que siguieron a la caída del Imperio Romano, la Isla de los Santos y Eruditos mantuvo viva la llama de la cultura clásica. Las vidas de los santos irlandeses y sus viajes evangelizadores por toda Europa; sus manuscritos iluminados, de exquisita factura, que transmitían la sabiduría del pasado; los monasterios fundados tanto en la isla como en el continente, que se convertirían en los principales centros de aprendizaje y acogerían a estudiantes de toda la cristiandad. Todo ello da testimonio del inestimable papel que desempeñó esta isla en la historia europea. No sin polémica, el erudito americano Thomas Cahill considera a Irlanda la verdadera salvadora de la civilización occidental en su libro How the Irish Saved Civilization: The Untold Story of Ireland’s Heroic Role from the Fall of Rome to the Rise of Medieval Europe. Su tesis, aunque un tanto hiperbólica, se fundamenta en sólidos argumentos históricos. Podemos concluir, por tanto, que Irlanda no sólo es parte inherente de Europa: Irlanda es Europa y Europa es Irlanda, existiendo en una relación más contingente que simbiótica.

¿Significa esto que el lugar que le corresponde a Irlanda está en la UE y que los «euroescépticos» están embarcados en una nefasta empresa contra el destino natural del país?

Un rápido vistazo a nuestra historia revelará rápidamente que Europa nunca ha estado unida políticamente y que cualquier intento de hacerlo siempre ha tropezado con la resistencia natural. El Imperio Romano —(más mediterráneo que paneuropeo)—, Carlomagno, Napoleón, Hitler... todos fracasaron o tuvieron un éxito temporal y marginal. Y tales empresas están condenadas al fracaso porque van en contra de la esencia misma de Europa— un conjunto de divisiones políticas, propiciadas por nuestra singular geografía, pero que posee una unidad cultural, expresada en un patrimonio, una cultura y una religión comunes.

A diferencia de Asia, cuyas características geográficas favorecen el desarrollo de unidades políticas aglutinadoras, como en China o India, Europa se nutre de la fragmentación territorial. Reputados historiadores y politólogos como Eric Jones, Gary W. Cox y Joel Mokyr consideran esta fragmentación no sólo una característica inherente o inevitable de nuestro continente, sino una de las razones de su desarrollo sin parangón en comparación con otras partes del mundo. Por ejemplo, la llamada «Gran Divergencia», ampliamente estudiada en el libro de Jones The European Miracle: Environments, Economies and Geopolitics in the History of Europe and Asia. El elevado número de pequeñas entidades políticas en Europa fomentó la competencia y un próspero mercado de ideas y tecnologías, mientras que nuestra cultura común también favoreció la colaboración y el comercio, ayudados por el uso de una lengua franca —primero el latín, luego el francés y ahora el béarla (inglés)— que también apoyó el desarrollo de una clase intelectual europea.

La Comunidad Económica Europea, en teoría, se creó con el loable objetivo de facilitar el libre comercio. Pero el mejor acuerdo de libre comercio es el que no existe. Sin duda, los agentes económicos no necesitan ningún acuerdo para comerciar libremente; simplemente necesitan que se les deje en paz. Muchos analistas políticos han considerado inevitable la metamorfosis de la comunidad económica inicial en este actual coloso político en constante crecimiento. A partir de unas leves regulaciones monetarias y comerciales, hemos llegado gradualmente a un estado en el que Bruselas está tomando decisiones cruciales en materia de economía, ecología, inmigración, comercio, defensa e industria, a menudo con consecuencias perjudiciales globales. Para colmo de males, el papel político cada vez mayor de la UE no sólo amenaza nuestra libertad y desarrollo económico (que inicialmente juró proteger), sino que sus políticas también están fomentando un proceso de socavamiento de la propia cultura cristiana europea común que nos hizo florecer.

La unión política, y la disolución de nuestra cultura común, es una subversión total del verdadero espíritu de Europa — fragmentación política y unidad cultural. Sea cual sea nuestra postura sobre las elecciones europeas, haríamos bien en recordar que Irlanda es tan europea como la UE es antieuropea.

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