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La ley de Say: el antídoto contra innumerables falacias económicas

Ver al intercambio como una oferta mutua demuestra que la demanda y la oferta no es un problema irresoluble del huevo o la gallina. Las personas producen lo que, a su juicio, creen que quieren otros, esperando que otros estén produciendo o producirán lo que ellas quieren. La producción, en otras palabras, es siempre especulativa.

El entornos sociales pequeños esta especulación normalmente no es muy difícil. Dos personas aisladas en una isla tropical, por ejemplo, pueden discutir por adelantado lo que cada uno hará y ofrecerá al otro. En entornos sociales más grandes esta especulación es más difícil, así que se desarrolla un sistema monetario para ayudar a la gente a juzgar lo que quieren otros utilizando los precios del mercado como señal de las preferencias del consumidor. Pero lo esencial no cambia: la gente produce lo que cree que otros quieren esperando que esos otros le proporcionarán lo que ella quiere.

Así que la ley de Say puede describirse así: el valor de los bienes y servicios que todos pueden comprar es igual al valor del mercado de lo que suministran. O, en sentido agregado macroeconómico, el valor de los bienes y servicios que cualquier grupo de personas puede comprar agregadamente es igual al valor del mercado de lo que suministran agregadamente.

El economista Paul Cwik explica de una manera más útil que la ley de Say es simplemente la realidad de que “producimos para consumir”.

La ley de Say es siempre verdad porque se aplica a la concepción subjetiva del valor. La oferta en el mercado siempre proporciona los medios al ofertante para comprar otros bienes y servicios, pero solo en el grado del valor subjetivo atribuido por otros a esa oferta en un momento concreto. Incluso si la oferta no creara ningún poder adquisitivo en absoluto para el ofertante porque fuera considerada completamente sin valor en el mercado (como, digamos, cavar agujeros en medio de ninguna parte) esto no sería una contravención de la ley de Say sino simplemente otra manifestación de esta. También distingue a la ley de Say de la teoría marxista del valor trabajo el reconocer el hecho crucial de que el acto de producción por sí solo es insuficiente para crear poder adquisitivo, sino más bien el acto de producir algo que es valorado por algún otro que también ha producido algo valorado en el mercado. En resumen, no es la producción la que importa por sí misma, sino qué se produce y para quién.

Ahora podemos entender por qué David Ricardo dijo:

Los hombres yerran en sus producciones, no hay deficiencia de demanda.

Ricardo estaba comentando durante el gran debate del “empacho general” que se había planteado en el siglo XIX entre él y Thomas Malthus sobre la causa y cura de las recesiones económicas. Malthus defendía la opinión que se convertiría en la esencia del keynesianismo y de la corriente principal moderna. Demasiado ahorro y demasiado poco gasto, argumentan, causa un empacho general o un exceso general de producción. Los productores se sientan sobre existencias no vendidas e ingresos en disminución y tienen que despedir trabajadores. Se produce una recesión. Malthus y posteriormente Keynes más enfáticamente, defendían ahorrar menos y gastar más para recuperarse de la recesión.

Pero la validez de la ley de Say hace incorrecta la opinión de Malthus y Keynes. Como la propia demanda está determinada solo por productos y servicios que son valorados en el mercado, los errores extendidos empresariales revelados en la recesión deben ser el resultado de errores extendidos al especular que valor que daría el mercado a los bienes y servicios suministrados.

Si los hombres (y las mujeres) yerran en sus producciones, sus intentos de recuperación deben centrarse en redisponer sus esfuerzos productivos para estimar y atender mejor las necesidades de los consumidores. Este diagnóstico es muy distinto del keynesiano, que destaca la deficiencia de demanda debida a misteriosas fluctuaciones en los “espíritus animales” q rectificar mediante el gasto deudor estatal y familiar y la impresión de dinero. En un diagnóstico de la ley de Say, los empresarios necesitan tan pocos obstáculos como sea posible para descubrir qué productos y servicios desea el mercado. Como el mecanismo de precios es la señal de información principal para los empresarios, la flexibilidad del mercado de precios es esencial para una recuperación adecuada. Asimismo, una vez los recursos han sido mal asignados y se ha desperdiciado al mismo tiempo algo de capital, más y no menos ahorro es lo que se necesita para sostener a trabajadores y empresarios y acumular fondos suficientes para reestructurarse en nuevas empresas.

Si aceptamos la mentira de que una acción individual virtuosa como ahorrar más puede llevar a resultados sociales caóticos sin intervención del estado, entonces puede justificarse todo tipo de planificacion centralizada como algo que no solo beneficia al público, sino que es fundamentalmente esencial para la civilización. Pero este es precisamente el camino a la ruina de la civilización, como atestigua el montón de cenizas de la historia.

La ley de Say es el guardian de la libertad económica, la prosperidad e incluso la propia civilización.

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