[Este discurso se pronunció en el Círculo Mises en Phoenix, el 7 de noviembre de 2015]
Ya estemos hablando de inmigración ilegal desde México y Centroamérica o de ciudadanía por nacimiento o de emigrantes provenientes de Oriente Medio y África, el tema de la inmigración ha estado en las noticias se ha discutido ampliamente durante meses. Es un asunto lleno de consecuencias potencialmente peligrosas, así que es especialmente importante para los libertarios entenderlo correctamente.
El Círculo Mises, que está dedicado a una consideración de a dónde tendríamos que ir desde aquí, parece un momento oportuno para ocuparse de esta cuestión trascendental.
Debería advertir desde el principio que al buscar una respuesta correcta a este molesto problema no pretendo ser original. Por el contrario, tomo mucho de lo que sigue de la gente cuya obra es imprescindible para una comprensión correcta de la sociedad libre: Murray N. Rothbard y Hans-Hermann Hoppe.
Algunos libertarios han supuesto que la postura libertaria correcta sobre la inmigración deben ser las «fronteras abiertas» o el movimiento de personas sin ninguna restricción. Superficialmente, esto parece correcto: ¡indudablemente creemos en dejar que la gente vaya donde quiera!
Pero espera un momento. Piensa en la «libertad de expresión», otro principio que la gente asocia a los libertarios. ¿Creemos realmente en la libertad de expresión como principio abstracto? Eso significaría que tengo derecho a gritar durante una película o interrumpir una misa o entrar en tu casa y gritarte obscenidades.
En lo que creemos es en los derechos de propiedad privada. Nadie tiene «libertad de expresión» en mi propiedad, ya que yo establezco las reglas y en último caso puedo expulsar a alguien. Él puede decir lo que quiera en su propiedad y en la de cualquiera que quiera escucharle, pero no en la mía.
El mismo principio vale para la libertad de movimiento. Los libertarios no creen en ese principio en abstracto. Yo no tengo derecho a vagar por vuestra casa o por vuestra comunidad vallada o por Disneyworld o por tu playa privada o por la isla privada de Jay-Z. Igual que con la «libertad de expresión», la propiedad privada es aquí el factor relevante. Puedo moverme dentro de cualquier propiedad que yo tenga o cuyo dueño acepte tenerme. No puedo simplemente ir donde quiera.
Entonces si todas las parcelas de terreno en todo el mundo fueran de propiedad privada, la solución al llamado problema de la inmigración sería evidente. De hecho, podría ser más apropiado decir que no habría problema de inmigración para empezar. Cualquiera moviéndose a cualquier sitio tendría ahora que tener el consentimiento del dueño de ese lugar.
Sin embargo, cuando entran en el cuadro el estado y la llamada propiedad pública, las cosas se vuelven más turbias y hace falta un esfuerzo extra para descubrir la postura libertaria adecuada. Me gustaría intentar hacerlo hoy.
Poco antes de su muerte, Murray Rothbard escribió un artículo titulado: «Nations by Consent: Decomposing the Nation State». Había empezado a repensar la suposición de que el libertarismo nos obligaba a las fronteras abiertas.
Advertía, por ejemplo, el gran número de rusos étnicos que estableció Stalin en Estonia. Esto no se hizo para que la gente báltica pudiera disfrutar de los frutos de la diversidad. Nunca es así. Se hizo para tratar de destruir una cultura existente y en un proceso de hacer al pueblo más dócil y menos inclinado a causar problemas al imperio soviético.
Murray se preguntaba: ¿me obliga el libertarismo a apoyar esto y mucho menos a celebrarlo? ¿O podría haber más acerca de la cuestión de la inmigración después de todo?
Y aquí planteaba Murray el problema como acabo de hacerlo: en una sociedad de total propiedad privada, la gente tendría que ser invitada en cualquier propiedad por la que pasara o en la que se estableciera.
Si todos los terrenos de un país tuvieran un dueño, ya sea persona, grupo o empresa, esto significaría que ninguna persona podría entrar salvo que se le invitara a entrar y se le permitiera alquilar o comprar propiedad. Un país completamente privatizado estaría tan cerrado como desearan los dueños de la propiedad privada. Parece claro, por tanto, que el régimen de fronteras abiertas que existe de facto en EEUU y Europa Occidental equivale realmente a una apertura obligatoria por parte del estado central, el estado a cargo de las calles y las zonas públicas, y no refleja genuinamente los deseos de los propietarios.
En la situación actual, por el contrario, los inmigrantes tienen acceso a carreteras públicas, transporte público, edificios públicos, etcétera. Combinemos esto con las demás limitaciones del estado a los derechos de propiedad privada y el resultado son cambios demográficos artificiales que no se producirían en un mercado libre. Los propietarios se ven obligados a asociarse y hacer negocios con personas que en otro caso podrían evitar.
«Los dueños de propiedad privada como tiendas, hoteles y restaurantes ya no son libres para excluir o restringir el acceso como les parezca», escribe Hans. «Los empresarios ya no pueden contratar o despedir a quien quieran. En el mercado inmobiliario, los caseros ya no son libres para excluir a inquilinos no deseados. Además, las alianzas restrictivas se ven obligadas a aceptar miembros y acciones en violación de sus propias reglas y regulaciones».
Hans continúa:
Al admitir a alguien en su territorio, el Estado permite también que esta persona utilice las carreteras y zonas públicas hacia las puertas de todos los residentes nacionales, que haga uso de todas las instalaciones y servicios públicos (como hospitales y escuelas) y que acceda a todo establecimiento comercial y empleo y vivienda residencial, protegida por multitud de leyes antidiscriminación.
Es una forma bastante pasada de moda de expresar preocupación por los derechos de los propietarios, pero, sea popular o no el principio, una transacción entre dos personas no debería producirse si no la quieren ambas partes. Este es el mismo núcleo del principio libertario.
Para que todo esto tenga sentido y llegar a las conclusiones libertarias apropiadas, tenemos que mirar más de cerca qué es realmente la propiedad pública y quién puede decirse que sea el verdadero propietario, si es que hay alguno. Hans ha dedicado parte de su propia obra precisamente a esta cuestión. Hay dos posturas que debemos rechazar: que la propiedad pública sea propiedad del gobierno o que la propiedad pública no tenga dueño y sea por tanto comparable a la tierra en el estado de naturaleza, antes de que se hubieran establecido títulos individuales de propiedad para parcelas concretas.
Indudablemente no podemos decir que la propiedad pública sea propiedad del gobierno, ya que el gobierno no puede poseer nada legítimamente. El gobierno adquiere su propiedad por la fuerza, normalmente por medio de los impuestos. Un libertario no puede aceptar que ese tipo de adquisición sea moralmente legítima, ya que implica la iniciación de fuerza (la extracción de dólares de impuestos) sobre gente inocente. Por tanto, los pretendidos títulos de propiedad del gobierno son ilegítimos.
Pero tampoco podemos decir que la propiedad pública no tenga dueño. La propiedad en manos de un ladrón no deja de tener dueño, aunque en ese momento no resulte estar en manos de su verdadero propietario. Lo mismo pasa con la llamada propiedad pública. Fue comprada y desarrollada por medio del dinero robado a los contribuyentes. Ellos son los verdaderos dueños.
(Por cierto, que esta era la forma correcta de aproximarse a la desocialización en los antiguos regímenes comunistas de Europa Oriental. Todas esas industrias eran propiedad de la gente a la que se había saqueado para construirlas y esa gente debería haber recibido acciones en proporción a su contribución, en el grado en que pudiera determinarse).
En un mundo anarcocapitalista, siendo todo propiedad privada, la «inmigración» se reduciría a lo que decidiera cada propietario individual. Ahora mismo, por el contrario, las decisiones sobre inmigración las toma una autoridad centralizada, sin considerar en absoluto los deseos de los propietarios. La forma correcta de proceder es por tanto descentralizar la toma de decisiones sobre la inmigración al nivel más bajo posible, de forma que nos aproximemos más a la postura libertaria apropiada, en la que los propietarios individuales conscientes los diversos movimientos de los pueblos.
Ralph Raico, nuestro gran historiador libertario, dijo una vez:
La libre inmigración parecería ser una categoría distinta de otras decisiones políticas, en el sentido de que sus consecuencias alteran permanente y radicalmente la misma composición del cuerpo político democrático que toma esas decisiones. De hecho, el orden liberal, donde y en la medida en que existe, es el producto de un desarrollo cultural altamente complejo. Uno se pregunta, por ejemplo, en qué se convertiría la sociedad liberal de Suiza bajo un régimen de «fronteras abiertas».
Suiza es de hecho un ejemplo interesante. Antes de que se implicara la Unión Europea, la política de inmigración de Suiza a aproximaba al tipo de sistema que estamos describiendo ahora. En Suiza, las localidades decidían sobre inmigración y los inmigrantes o sus empleadores tenían que pagar para admitir a un posible emigrante. De esta forma, los residentes podían asegurar mejor que sus comunidades estaban pobladas por personas que añadirían valor y que no les obligaran a hacer una lista de la compra de «prestaciones».
Evidentemente, en un sistema puro de fronteras abiertas, los Estados sociales occidentales simplemente se verían sobrepasados por extranjeros en busca de dólares de contribuyentes. Como libertarios, deberíamos por supuesto celebrar el abandono del Estado del bienestar. Pero esperar una repentina devoción por al laissez faire como posible resultado de un colapso del Estado del bienestar es caer en una ingenuidad de un tipo especialmente absurdo.
¿Podemos concluir que un inmigrante debería ser considerado «invitado» por el mero hecho de que ha sido contratado por un empresario? No, dice Hans, porque el empresario no asume el coste completo asociado con su nuevo empleado. El empresario externaliza parcialmente los costes de ese empleado sobre público contribuyente:
Equipado con un permiso de trabajo, al inmigrante se le permite hacer uso gratuito de todas las instalaciones públicas: carreteras, parques, hospitales y a ningún casero, empresario ni asociación privada se le permite discriminarle con respecto a vivienda, empleo, acomodación ni asociación. Es decir, el emigrante viene invitado con un paquete sustancial de beneficios añadidos no pagados (o al menos solo parcialmente) por el empresario del inmigrante (que supuestamente realizó la invitación), sino por otros propietarios nacionales, que como contribuyente no tienen nada en absoluto que decir con respecto a la invitación.
En resumen, estas emigraciones no son resultados del mercado. No se producirían en un mercado libre. De lo que estamos siendo testigos es de ejemplos de movimientos subvencionados. Los libertarios que defienden estas emigraciones masivas como si fueran fenómenos del mercado solo están ayudando a desacreditar y socavar el verdadero mercado libre.
Además, como señala Hans, la postura de «inmigración libre» no es análoga al libre comercio, como han afirmado erróneamente algunos libertarios. En el caso de bienes trasladados de un lugar a otro, siempre hay necesariamente un receptor voluntario. No pasa lo mismo con la «inmigración libre».
Es verdad que está de moda en EEUU reírse ante palabras de advertencia respecto de la inmigración en masa. Bueno, la gente hizo predicciones sobre anteriores olas de inmigración, nos dicen, y todos sabemos que no fueron realidad. Para empezar, a todas esas oleadas les siguieron reducciones bruscas y sustanciales de inmigración, durante las cuales la sociedad se adaptó a estos movimientos de población anteriores al estado del bienestar. No hay virtualmente ninguna probabilidad de esa reducción hoy en día. Para seguir, es una falacia afirmar que como algunos predijeron incorrectamente un resultado concreto en un momento concreto, ese resultado sea imposible y cualquiera que emita palabras de advertencia es un chalado al que no hay que hacer caso.
El hecho es que el multiculturalismo políticamente obligatorio tiene un historial excepcionalmente malo. El siglo XX muestra un fracaso predecible tras otro. Ya sea en Checoslovaquia, Yugoslavia, la Unión Soviética o Pakistán y Bangladesh o Malasia y Singapur o los incontables lugares con divisiones étnicas y religiosas que hoy no se han resuelto, las evidencias sugieren algo bastante distinto del cuento de la fraternidad universal que está tan arraigada en el folclore izquierdista.
No cabe ninguna duda de que algunos de los recién llegados serían gente perfectamente decente, a pesar de la falta de interés del gobierno de EEUU en estimular la inmigración entre los capacitados. Pero algunos no lo serán. Las tres grandes oleadas de delitos de la historia de EEUU (que empezaron en 1850, 1900 y 1960) coincidieron con periodos de inmigración masiva.
El delito no es la única razón por la que la gente pueda resistirse legítimamente desear resistirse a la inmigración masiva. Si cuatro millones de estadounidenses se presentaran en Singapur, la cultura y sociedad de ese país cambiarían para siempre. Y no, no es verdad que el libertarismo exigiera en ese caso que el pueblo de Singapur se encogiera de hombros y dijera que fue estupendo tener nuestra sociedad mientras duró pero que todo lo bueno tiene un final. Nadie en Singapur querría ese resultado y, en una sociedad libre, lo impediría activamente.
En otras palabras, es bastante malo que el Estado nos saquee, espíe y patee. ¿Deberíamos también pagar por el privilegio de la destrucción cultural, un resultado que la enorme mayoría de los contribuyentes del Estado no quiere y que impediría activamente si viviera en una sociedad libre y se le permitiera hacerlo?
Las mismas culturas de los inmigrantes entrantes que se dice que nos enriquecerían podrían no haberse desarrollado si hubieran sido constantemente bombardeadas con olas de inmigración de pueblos de culturas radicalmente distintas. Así que el argumento multicultural tampoco tiene sentido.
Es imposible creer que EEUU o Europa serían lugares más libres después de varias décadas más de inmigración masiva ininterrumpida. Dados los patrones de inmigración que impulsan los gobiernos de EEUU y la UE, el resultado a largo plazo sería que los electores a favor de un continuo crecimiento del gobierno serían tantos como para ser prácticamente indetenibles. Los libertarios de fronteras abiertas activos en ese momento se rascarían la cabeza y afirmarían no entender por qué la promoción de los mercados libres tendría tan poco éxito. Todos los demás conocerían la respuesta.