[El filósofo] Eric Mack [en su artículo “Permissible Defense”] utiliza un dispositivo demasiado usado por los libertarios, que es hacer al sistema ideal anarquista de libre mercado o a un gobierno limitado como prácticamente equivalentes al actual sistema manejado por el estado. Así que señala bastante correctamente que al aislacionismo no tiene sentido como un principio para un acción protectora del libre mercado y desde ahí salta a la conclusión de que, al menos para un anarquista, tampoco tiene que ser un principio obligatorio para el estado. Pero para un anarquista el estado existente no es un sustituto benigno aunque algo excesivamente molesto de una agencia de protección del libre mercado. El estado es la encarnación del crimen organizado, el asesinato, el robo y la esclavitud. E incluso para los liberales de laissez faire el estado existente debería estar marcado con las mismas funestas etiquetas.
El aislacionismo no es un principio para agencias de defensa del libre mercado, porque no habría ningún estado-nación y por tanto ninguna política exterior de la que nadie tuviera que preocuparse. Pero, por desgracia, vivimos en un mundo de estados-nación, en el que cada estado se ha atribuido un monopolio en el uso de la violencia sobre su supuesta área territorial. Por tanto, para limitar el uso agresivo del estado, para limitar la violencia del estado sobre gente inocente tanto como sea posible, el libertario, ya sea anarquista o liberal de laissez faire, llega necesariamente a la conclusión de que al menos cada estado debería limitar sus operaciones a esa área en la que tiene el monopolio de la violencia, de forma que no haya disputas interestatales o, más importante, no puedan producirse daños del Estado A a la población del Estado B. Esto último es especialmente importante en estos tiempos de tecnología moderna en los que es prácticamente imposible que el Estado A pelee con el Estado B sin dañar gravemente o matar a gran cantidad de civiles inocentes en ambos bandos.
Por tanto, el “aislacionismo” (la limitación de la violencia del estado a su propio territorio) es un precepto libertario importante, ya sea para un anarquista o no. Limitar al gobierno a su propio territorio es análogo en política exterior al requisito interno del liberal de laissez faire de que el estado no interfiera en las vidas de sus propios ciudadanos. Y el aislacionismo se hace mucho más importante en nuestra época moderna de armas de tecnología avanzada.
Hay un importante error filosófico que comete Mack acerca de las agencias de defensa del libre mercado que es bastante relevante para nuestras preocupaciones. Mantiene que si A usa a B como escudo inocente para agredir a C, es perfectamente legítimo que C dispare a B. El problema aquí es que Mack olvida los derechos de B. Supongamos que, después de todo, B ha contratado su propia agencia de defensa juramentada para defender su vida y propiedades y que, por alguna razón empírica, la agencia no puede llegar a A. ¿No sería perfectamente legítimo para B o su agente disparar a C en defensa propia? La respuesta, por supuesto, es que sí. El error cometido por Mack es concentrarse en una persona, C, y preocuparse por cuál podría ser el curso moral de acción de C, mientras se olvida de B. A un nivel más profundo, el error de Mack (también cometido por muchos otros, por supuesto) es confundir moralidad con derechos, es decir, estar preocupado acerca de qué acciones de C pueden o no ser morales, al tiempo que ignora qué derechos tienen las diversas partes en la situación concreta. Por decirlo sucintamente, puede ser que, en la situación del escudo, sea moral para C disparar a B para salvar su vida, pero aunque sea moral, también es un homicidio y una violación de los derechos de B. Este error deriva de la desafortunada visión de Mack de que los derechos como tales desaparecen en situaciones de emergencia, de “bote salvavidas”.
Así, el filósofo político no debería preocuparse por la moralidad en sí: debería preocuparse por esa subparte de la moralidad que trata los derechos.
Más en concreto, al ponderar diversas situaciones, reales o hipotéticas, el filósofo político debería preocuparse solamente por las preguntas: ¿Cuándo está legitimado usar la fuerza y por quién? O ¿qué uso de la fuerza es una invasión criminal de derechos y cuál una defensa legítima de derechos? El filósofo político es, o debería ser, una especie de “llanero solitario” o un sustituto de una Agencia de Defensa Universal, llamado por X e Y para entrar en cada una de sus defensas en una disputa violenta o no violenta. El Filósofo Político/ Agencia de Defensa Universal debe ponderar quién está usando fuerza agresiva y quién se está defendiendo en esta situación. O más bien a quién debo defender de quién. En la situación anterior, determina que A es un agresor violando los derechos de B y C, pero si C decide disparar a B, entonces el Filósofo Político/ Agente de Defensa Universal está obligado a defender a B contra la agresión de C, incluso si la acción de C puede considerarse moral a otro nivel.
Debería advertirse que ninguna policía local actúa siguiendo las premisas de Mack: ninguna policía dejaría de considerar monstruoso, por ejemplo, disparar contra una masa inocente con una ametralladora para abatir a un criminal o bombardear todo un edificio donde sabe que se esconde un criminal. Pero, en todo caso, incluso si Mack tuviera razón en este punto, no sería relevante para nuestro tema de política exterior, ya que uno de los puntos importantes de una política aislacionista es precisamente el de minimizar y evitar heridas a civiles inocentes.
Pasamos de la confusión al jaleo, y a un jaleo peligroso. En nombre del “realismo”, R.J. Rummel pasa de una pifia fantástica a otra. Hay tantas que es difícil saber por dónde empezar. Está el espectáculo de un supuesto experto en política exterior afirmando que Alemania Oriental tenía una economía desarrollada antes de 1945 o que Vietnam del Norte estaba menos desarrollado económicamente que el sur. Está el invento estadístico habitual de que los gastos militares soviéticos son más altos que los nuestros, comparando con dólares en lugar de con rublos. Está el invento inhabitual de afirmar que el arsenal nuclear estadounidense, que puede matar a la mayoría de la población de la Unión Soviética en un segundo ataque, solo podría matar a un 4% de dicha población. Está el desalentador rechazo casual de la causación histórica, afirmando Rummel que no importa si Estados Unidos fue en buena parte responsable de iniciar la Guerra Fría, ya que ahora estamos amenazados por Rusia. Pero si las acciones de EEUU fueron las primeras responsables, tal vez nuestras acciones puedan acabar con esta supuesta amenaza.
Lo peor de todo es el uso equívoco y confuso del lenguaje por Rummel, lo que es imperdonable para un supuesto libertario. Tengamos en cuenta que si los libertarios entienden algo, es la distinción conceptual entre un inicio de violencia agresiva y el uso de propaganda o persuasión. Volvamos entonces a R.J. Rummel:
Está claro que si fuésemos atacados por fuerza militares soviéticas, nuestro gobierno tendría que recibir más poder para contrarrestar esta amenaza y defender las libertades que tenemos. No podemos esperar a iniciativas privadas: una defensa adecuada requeriría que aceptáramos un mayor comando y control del gobierno estatal centralizado.
Estamos precisamente en esta situación. Estamos bajo ataque, aunque en todo caso lejos de una guerra nuclear. Y estamos perdiendo.
¿Pero qué demonios significa todo esto? Bajo ataque, aunque en todo caso lejos de una guerra nuclear, ¿eh? ¿Habéis oído algo de bombarderos convencionales lanzando bombas recientemente sobre San Francisco, Chicago o Nueva York? ¿Han sido atacados nuestros navíos por aviones o navíos rusos? ¿Qué es esta bobada?
Más tarde en este artículo, Rummel, tal vez explicando su supuesta situación de “guerra”, dice que la “élite soviética reitera constantemente su objetivo de derrotar al capitalismo en todas partes (objetivo al que llaman coexistencia pacífica)”. Rummel aparentemente no tiene ni idea del significado del término bastante agradable “coexistencia pacífica”. Significa que los soviéticos evitarán agresiones militares transfronterizas, confiando en el supuestamente inevitable cambio interno a regímenes marxistas dentro de los demás países, es decir, confiando en la propaganda en lugar de las luchas militares entre estados. En resumen, no hay ninguna “guerra”, en cualquier sentido que el libertario, en realidad, que cualquier persona racional, pueda considerar que tenga sentido.
Extendámonos un poco más sobre la voluntad obscena de Rummel por entregar aún más poder al estado estadounidense. Además de las citas anteriores, escribe: “A corto plazo, podemos necesitar aumentar el poder del estado en ciertas áreas para preservar nuestra capacidad para avanzar eventualmente hacia el objetivo libertario. Esto no hay forma de verlo mejor que en política exterior”. Como a Rummel le gusta extenderse sobre rojos debajo de la cama, podríamos apuntar que esta jerigonza fue precisamente la justificación de Stalin para maximizar el poder del estado en Rusia mientras estaba supuestamente en vías de “eliminar” los estados. Esta es la dialéctica del imbécil: Si, por supuesto, queremos que desaparezca el estado, pero eso es solo a largo (muy largo) plazo; entretanto, para alcanzar nuestro objetivo, tenemos que aumentar enormemente el poder del estado. Rummel, te presento a Stalin.
Hay muchísimo más en Rummel. Esta el sinsentido wilsoniano habitual de que las dictaduras son siempre agresivas en asuntos exteriores, mientras que las democracias o países más libres no lo son (algo que sencillamente no es cierto en ninguno de ambos campos y un ejemplo de historia a priori de la peor especie). Está el horror de Rummel ante la idea de la “finlandización gradual” del mundo, que, característicamente, iguala a la satelización o absorción por la Unión Soviética. ¿Pero qué tiene de malo ser Finlandia? De hecho, Rummel podría estudiar con provecho el caso finlandés, si es que alguna vez llega a creer que la historia moderna es importante. Pues los rusos ocuparon Finlandia después de que se unieran a Alemania para atacar a Rusia, igual que los soviéticos ocuparon el resto de Europa oriental después de la Segunda Guerra Mundial por la misma razón. ¿Pero cómo es que Rusia abandonó Finlandia y la dejó estar, mientras que el resto de Europa oriental acabó sovietizado? ¿El diablo soviético se abstuvo cuando consideró a Finlandia? ¿Estaba dormido el diablismo? La respuesta real es que, al contrario que los demás países europeos del este, Finlandia, bajo la dirección de Julio Paasikivi, estuvo dispuesta a renunciar alto y claro al aventurerismo antisoviético extranjero. Dado ese compromiso, a los soviéticos realmente no les importaban los sistemas soviéticos de los diversos países. Por desgracia, no hubo estadistas similares en Polonia, Hungría y otros países para conseguir un compromiso similar.
También Rummel, un supuesto libertario, arremete no solo contra la ayuda gubernamental occidental a Rusia, sino también contra el comercio con esta (por lo que se ve, está a favor de prohibir ese comercio, sin darse cuenta tampoco de que el comercio beneficia a ambas partes de un intercambio).
Y al reclamar un poder total para tácticas terroristas, al afirmar que el apoyo mayoritario ya no es necesario para un estado, Rummel no explica por qué el terror de Batista, por qué el terror de los vietnamitas del sur, respaldado por la muerte de más de un millón de campesinos vietnamitas por bombarderos estadounidenses, por qué ese terror no funcionó. Cualquiera que entienda los principios y la historia de la guerra de guerrillas sabe que la condición esencial para la victoria guerrillera es el apoyo de la mayoría de la población; a falta de ese apoyo, la población informa sobre las guerrillas y, como en el caso del Che Guevara en Bolivia, la batalla termina pronto.
El error esencial en este fárrago de Rummel es su repetida afirmación de que el estatismo es igual que el comunismo y que por tanto la confrontación esencial de nuestro tiempo es entre la libertad y el comunismo. Sin embargo, en realidad, el enemigo más importante de la libertad es el homicidio masivo. Los gobiernos comunistas matan a sus ciudadanos, pero la guerra nuclear mataría a muchísimos más, en realidad a toda la raza humana. Así que el mayor enemigo de la libertad en nuestros tiempos, nuestro enemigo real, si queréis, es la guerra nuclear, sea cual sea el estado que la inicie. Y empíricamente toda consideración (desde el continuo rechazo de Estados Unidos a abjurar del primer uso de las armas nucleares, a nuestro rechazo a aceptar nuestra propia propuesta de desarme mutuo general y completo, con inspecciones, después de que fuera aceptado por Rusia en 1955, al escalofriante hecho de que Estados Unidos y solo Estados Unidos esté desarrollando misiles nucleares precisos que podrían usarse para un primer ataque nuclear) lleva a considerar a EEUU, en lugar de a la Unión Soviética, como la mayor amenaza nuclear para la vida y la libertad de la población mundial.
Por tanto, hay dos políticas esenciales que deben impulsar los libertarios contra el estado estadounidense: una política de aislacionismo, de no intervención en el territorio de otros estados y presionar para negociaciones genuinas, por fin, para un desarme nuclear mutuo con inspecciones. El hecho de que la Rusia soviética masacre a muchos de sus propios ciudadanos es monstruoso e importante, pero es irrelevante para la cuestión de la política exterior y las amenazas a la libertad humana que se expresan en esas políticas.
Pues no es función de ningún estado, incluyendo Estados Unidos, corregir los pecados de los Diez Mandamientos, extender fuego y devastación para traer la libertad a todo el planeta, igual que matamos a innumerables vietnamitas en nombre de su “libertad”. Y, sobre todo, debemos darnos cuenta de que la guerra nuclear es una amenaza mucho mayor para la libertad que el comunismo. ¿Qué tal eso como “realismo” libertario?
En resumen, los libertarios deben darse cuenta de que, igual que para ellos la libertad debe ser el máximo fin político, de la misma manera la paz y evitar homicidios masivos debe ser el máximo fin de la política exterior.
[Adaptado de “Los libertarios nunca deben simpatizar con el estado de guerra”]