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¿Qué hacer hasta que llegue la privatización?

Los defensores del libre mercado tienen claro qué debería hacerse con respecto a servicios y operaciones públicos: deberían privatizarse.

Aunque hay una confusión considerable acerca de cómo debería llevarse a cabo el proceso, el objetivo es muy claro. Pero aparte de tratar de acelerar la privatización y también forzar ese proceso indirectamente recortando los presupuestos de las instituciones públicas, ¿qué se supone que hay que hacer entretanto? Sobre esto, los defensores del libre mercado apenas han empezado a pensar en el problema y mucho de ese pensamiento es tremendamente confuso.

En primer lugar, es importante dividir las operaciones del gobierno en dos partes: (a) donde el gobierno esté tratando, aunque sea de una manera altamente ineficiente y chapucera, de proveer a consumidores y productores privados con bienes y servicios y (b) donde el gobierno está siendo directamente coactivo contra ciudadanos privados y por tanto siendo contraproducente. Ambos tipos de operaciones están financiado a través del poder coactivo de los impuestos, pero al menos el Grupo A provee servicios necesarios, mientras que el Grupo B es directamente pernicioso. Sobre las actividades del Grupo B, lo que queremos no es la privatización, sino la abolición.

¿Realmente queremos que se privaticen las comisiones regulatorias y la aplicación de las leyes de horarios comerciales? ¿Queremos que las actividades de los recaudadores de impuestos sean realizadas por una empresa privada realmente eficiente?

Indudablemente no.

Si no se llega a la abolición, y siempre con vistas a la reducción de sus presupuestos tanto como podamos, queremos que estos disfraces sean tan ineficientes como sea posible. Lo mejor para el bienestar público sería que todos los burócratas que infestan la Reserva Federal, la SEC, etc. lo más que hicieran en su vida laboral fuera jugar a la pulga y ver la televisión en color. ¿Pero qué pasa con las actividades del Grupo A: llevar el correo, construir y mantener carreteras, gestionar bibliotecas públicas, hacer funcionar departamentos de policía y bomberos y gestionar escuelas públicas, etc.? ¿Qué hacer con ellas?

En la década de 1950, John Kenneth Galbraith, en su primera obra ampliamente conocida, La sociedad opulenta, señalaba que la opulencia privada vivía codo con codo con la miseria pública en EEUU. Concluía que había algo muy equivocado en el capitalismo privado y que el sector público debería expandirse drásticamente a costa del sector privado. Después de cuatro décadas de dicha expansión, la miseria pública es infinitamente peor, como todos sabemos, mientras que la opulencia privada se está resquebrajando. Está claro que el diagnóstico y la solución de Galbraith tenían un error de 180°: el problema es el propio sector público y las soluciones privatizarlo (aboliendo las partes contraproducentes).

Pero ¿qué debería hacerse entretanto?

Hay dos teorías posibles. Una, que ahora predomina en nuestros tribunales y entre el libertarismo de izquierdas y ha sido adoptada por algunos libertarios, es que mientras cualquier actividad sea pública debe maximizarse la miseria. Por alguna turbia razón, una institución pública debe dirigirse como una pocilga y no en modo alguno como un negocio, minimizando el servicio a los consumidores a favor del “derecho” no justificado de “igual acceso” a cualquiera de esas instalaciones. Entre progresistas y socialistas, el capitalismo de laissez faire se denuncia habitualmente como la “ley de la selva”. Pero esta visión de “igual acceso” trae deliberadamente las reglas de la selva a todas las áreas de la actividad pública, destruyendo así el mismo propósito de la propia actividad pública. Por ejemplo: el gobierno, dueño de las escuelas públicas, no tiene el derecho habitual de cualquier dueño de una escuela privada a castigar a estudiantes incorregibles, mantener el orden en la clase y enseñar lo que los padres quieren que se enseñe.

El gobierno, al contrario que cualquier dueño de una calle o barrio privados, no tiene ningún derecho a impedir que los vagabundos vivan y ensucien la calle y acosen y amenacen a ciudadanos inocentes; por el contrario, los vagabundos tienen el derecho de hablar libremente y, un término mucho más amplio, a la libre “expresión”, que por supuesto no tendrían en una calle, mercado o centro comercial verdaderamente privado. Igualmente, en un caso reciente en Nueva Jersey, un tribunal sentenció que las bibliotecas públicas no tenían derecho a expulsar a vagabundos que estaban viviendo la biblioteca, estaba claro que no la estaban usando un para propósitos investigadores y estaban ahuyentando a ciudadanos inocentes con su hedor y su comportamiento indecente.

Y finalmente, la Universidad de Nueva York, en un tiempo una gran institución con altos estándares académicos, se ha reducido a una concha vacía por la política de “admisiones abiertas” por la cual, en la práctica, cualquier idiota que viva en la ciudad de Nueva York tiene derecho a una educación universitaria. El que la ACLU y los progresistas promuevan esta política es comprensible: su objetivo es hacer a toda la sociedad el tipo de selva escuálida que ya han conseguido en el sector público, así como en cualquier área del sector privado que puedan descubrir que pueda tocarse con un fin público. ¿Pero por qué algunos libertarios apoyan estos “derechos” con igual fervor? Parece que solo hay dos maneras de explicar la adopción de esta ideología por los libertarios. O aceptan la selva con el mismo fervor que los progresistas, lo que hace de ellos sencillamente otra variante del izquierdismo, o creen en la vieja máxima de que, cuanto peor, mejor, para tratar de hacer deliberadamente las actividades públicas tan terribles como sea posible como para impulsar la gente a reclamar una rápida privatización. Si la razón es esta última, solo por decir que la estrategia es al tiempo profundamente inmoral y poco probable que logre tener éxito.

Es profundamente inmoral por razones evidentes, y no hace falta ninguna teoría ética arcana para entenderlo: el pueblo americano ha estado sufriendo demasiado tiempo el estatismo, sin libertarios echando más troncos a las llamas. Y probablemente esté destinada a fracasar, porque esas consecuencias son demasiado vagas y remotas como para contar con ellas y además porque el público, cuando las entienda, se dará cuenta de que los libertarios han sido todo tiempo y en la práctica parte del problema y no parte de la solución.

Por tanto, libertarios que podrían ser sensatos en los alcances remotos de la teoría están tan desprovistos de sentido común y fuera de contacto con las preocupaciones de la gente real (quienes, por ejemplo, andan por las calles, usan las bibliotecas públicas y envían a sus hijos a las escuelas públicas) que desafortunadamente acaban desacreditando tanto a sí mismos (lo que no es una gran pérdida) y a la propia teoría libertaria. ¿Cuál es entonces la segunda y más preferible teoría de cómo dirigir las operaciones públicas dentro de los objetivos de recortar el presupuesto y acabar privatizando?

Sencillamente, gestionar la para el propósito diseñado (como una escuela, una autopista, una librería, etc.) tan eficientemente y de una manera tan similar a un negocio como sea posible. Estas operaciones nunca irán tan bien como cuando sean finalmente privatizadas, pero, entretanto, la inmensa mayoría de nosotros que vive en el mundo real hará que sus vidas sean más tolerables y satisfactorias.

Extraído de Making Economic Sense.
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Image Source: Getty
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