Mises Wire

Un liberalismo clásico americano

[Este artículo fue publicado originalmente en agosto de 2007.] 

Cada cuatro años, cuando se acercan las elecciones presidenciales de noviembre, tengo la misma ensoñación: que no sé ni me importa quién es el presidente de los Estados Unidos. Y lo que es más importante, no necesito saberlo ni me importa. No tengo que votar, ni siquiera prestar atención a los debates. Puedo ignorar todos los anuncios de campaña. No hay nada en juego para mi familia o mi país. Mi libertad y mi propiedad están tan seguras que, francamente, no importa quién gane. Ni siquiera necesito saber su nombre.

En mi ensoñación, el presidente es sobre todo una figura y un símbolo, casi invisible para mí y para mi comunidad. No dispone de patrimonio público. No administra ningún departamento regulador. No puede cobrarnos impuestos, enviar a nuestros hijos a guerras en el extranjero, repartir ayudas sociales entre ricos y pobres, nombrar jueces que nos priven de nuestro derecho a autogobernarnos, controlar un banco central que infle la masa monetaria y provoque el ciclo económico, o cambiar las leyes a su antojo en función de los intereses especiales que le gusten o que quiera castigar.

El trabajo del presidente

Su trabajo consiste simplemente en supervisar un gobierno minúsculo sin prácticamente ningún poder, excepto el de arbitrar disputas entre los estados, que son las principales unidades gubernamentales. Es jefe de Estado, pero nunca jefe de gobierno. Su posición, de hecho, es de constante subordinación a los titulares de los cargos que le rodean y a los miles de estadistas a nivel estatal y local. Se adhiere a un estricto estado de derecho y siempre es consciente de que en cualquier momento que transgreda tratando de ampliar su poder, será destituido como criminal.

Pero no es probable que se le someta a un juicio político, porque la mera amenaza le recuerda cuál es su lugar. Este presidente es también un hombre de carácter sobresaliente, muy respetado por las élites naturales de la sociedad, una persona en cuya integridad confían todos los que le conocen, que representa lo mejor de lo que es un americano.

El presidente puede ser un rico heredero, un hombre de negocios de éxito, un intelectual con estudios superiores o un destacado agricultor. En cualquier caso, sus poderes son mínimos. Cuenta con un personal reducido, que se ocupa sobre todo de asuntos ceremoniales como firmar proclamaciones y programar reuniones con jefes de Estado visitantes.

La presidencia no es un cargo que se busque con avidez, sino que casi se concede como honorífico y temporal. Para asegurarse de que así sea, la persona elegida como vicepresidente es el principal adversario político del presidente. El vicepresidente sirve así como recordatorio constante de que el presidente es eminentemente reemplazable. De este modo, el cargo de vicepresidente es muy poderoso, no de cara al pueblo, sino para mantener bajo control al ejecutivo.

Pero a la gente como yo, que tiene preocupaciones aparte de la política, le importa poco quién sea el presidente. No afecta a mi vida ni en un sentido ni en otro. Ni a nadie que esté bajo su control. Su autoridad es principalmente social, y se deriva de cuánto le respetan las élites naturales de la sociedad. Esta autoridad se pierde tan fácilmente como se gana, por lo que es poco probable que se abuse de ella.

Este hombre es elegido de forma indirecta, con los electores elegidos como dirigen los estados, con una única salvedad: ningún elector puede ser funcionario federal. En los estados que eligen a sus electores por mayoría de votos, no todos los ciudadanos o residentes pueden participar. Las personas que sí votan, un pequeño porcentaje de la población, son las que velan por los intereses de la sociedad. Son aquellos que poseen propiedades, que son cabezas de familia y que han recibido una educación. Estos votantes eligen a un hombre cuyo trabajo consiste en pensar únicamente en la seguridad, la estabilidad y la libertad de su país.

El gobierno Invisible

Para quienes no votan y no se preocupan por la política, su libertad está asegurada. No tienen acceso a derechos especiales, pero sus derechos a la persona, a la propiedad y al autogobierno nunca están en duda. Por esa razón y a todos los efectos prácticos, pueden olvidarse del presidente y, para el caso, del resto del gobierno federal. Da igual que no exista. La gente no le paga impuestos directos. No les dice cómo deben conducir sus vidas. No les envía a guerras en el extranjero, ni regula sus escuelas, ni paga su jubilación, ni mucho menos les emplea para espiar a sus conciudadanos. El gobierno es casi invisible.

Las controversias políticas que me afectan suelen producirse a nivel de ciudad, pueblo o estado. Esto es cierto para todas las cuestiones, incluidos los impuestos, la educación, la delincuencia, el bienestar e incluso la inmigración. La única excepción es la defensa general de la nación, aunque el ejército permanente es muy pequeño, con grandes milicias estatales en caso de necesidad. El presidente es el comandante en jefe de las fuerzas armadas federales, pero se trata de un cargo menor en ausencia de una declaración de guerra del Congreso. No requiere más que asegurar la impenetrabilidad de las fronteras por parte de atacantes extranjeros, una tarea relativamente fácil teniendo en cuenta nuestra geografía y el océano que nos separa de las incesantes contiendas del viejo mundo.

En mi sueño despierto, hay dos tipos de representantes en Washington: los miembros de la Cámara de Representantes, un enorme cuerpo de estadistas que crece a medida que lo hace la población, y un Senado elegido por las legislaturas estatales. La Cámara trabaja para mantener a raya al Senado federal, y el Senado trabaja para mantener a raya al ejecutivo.

El poder legislativo sobre los ciudadanos es casi inexistente. Los congresistas tienen pocos incentivos para aumentar ese poder, porque ellos mismos son verdaderos ciudadanos. Mi diputado vive a menos de un kilómetro cuadrado de mi casa. Es mi vecino y mi amigo. No conozco a mi senador federal, ni falta que me hace, porque es responsable ante los legisladores estatales que sí conozco.

Por lo tanto, en mi ensoñación, no hay prácticamente nada en juego en estas próximas elecciones presidenciales. Sea cual sea el resultado, conservaré mi libertad y mi propiedad.

Descentralización extrema

La política de este país está extremadamente descentralizada, pero la comunidad está unida por una economía que es perfectamente libre y un sistema de comercio que permite a la gente asociarse voluntariamente, innovar, ahorrar y trabajar basándose en el beneficio mutuo. La economía no está controlada, obstaculizada, ni siquiera influida por ningún mando central.

La gente puede quedarse con lo que gana. El dinero que utilizan para comerciar es sólido, estable y está respaldado por oro. Los capitalistas pueden crear y cerrar empresas a voluntad. Los trabajadores son libres de aceptar el trabajo que quieran, con el salario que quieran y a cualquier edad. Las empresas sólo tienen dos objetivos: servir al consumidor y obtener beneficios.

No hay controles laborales, prestaciones obligatorias, impuestos sobre las nóminas ni otras regulaciones. Por ello, cada cual se especializa en lo que mejor sabe hacer, y los intercambios pacíficos de la empresa voluntaria provocan olas de prosperidad cada vez mayores en todo el país.

La forma que adopte la economía —agrícola, industrial o de alta tecnología— no preocupa al gobierno federal. Se permite que el comercio se desarrolle de forma natural y libre, y todo el mundo entiende que debe ser gestionado por los propietarios, no por los cargos públicos. El gobierno federal no podría imponer impuestos internos, aunque quisiera, y mucho menos impuestos sobre la renta, y el comercio con las naciones extranjeras es rival y libre.

Si por casualidad este sistema de libertad empieza a desmoronarse, mi propia comunidad política —el estado en el que vivo— tiene una opción: separarse del gobierno federal, formar un nuevo gobierno y unirse a otros estados en este esfuerzo. Se entiende que la ley del país permite la secesión. Era parte de la garantía necesaria para hacer posible la federación. Y de vez en cuando, los estados amenazan con la secesión, como forma de demostrar al gobierno federal quién manda.

Este sistema refuerza el hecho de que el presidente no es el presidente del pueblo americano, y mucho menos su comandante en jefe, sino simplemente el presidente de los Estados Unidos. Sólo actúa con su permiso y como jefe, en gran medida simbólico, de esta unión voluntaria de comunidades políticas anteriores. Este presidente nunca podría menospreciar los derechos de los estados, y mucho menos violarlos en la práctica, porque estaría traicionando su juramento al cargo y se arriesgaría a que le echaran a la calle.

En esta sociedad sin dirección central, una vasta red de asociaciones privadas ejerce de autoridad social dominante. Las comunidades religiosas ejercen una gran influencia en la vida pública y privada, al igual que los grupos cívicos y los líderes comunitarios de todo tipo. Crean un enorme mosaico de asociaciones y una verdadera diversidad en la que cada individuo y grupo encuentra su lugar.

Esta combinación de descentralización política, libertad económica, libre comercio y autogobierno crea, día a día, la sociedad más próspera, diversa, pacífica y justa que el mundo haya conocido jamás.

No a la utopía

¿Es esto una utopía? En realidad, no es más que el resultado de mi premisa inicial: que el presidente de los Estados Unidos está tan restringido que ni siquiera es importante que yo sepa quién es. Esto significa una sociedad libre que no está dirigida por nadie más que por sus miembros en su calidad de ciudadanos, padres, trabajadores y empresarios.

Como ya habrás supuesto, mi sueño despierto es lo que nuestro sistema fue diseñado para ser en cada detalle. Fue creado por la Constitución de los EEUU, o, al menos, el sistema que la gran mayoría de los americanos creían que estaban obteniendo con la Constitución de los EEUU. Era la gran republica libre del mundo, por irreconocible que sea hoy.

Este era el país en el que la gente debía gobernarse a sí misma y planificar su propia economía, no que Washington D.C. la planificara. El presidente nunca se preocupó por el bienestar del pueblo americano porque el gobierno federal no tenía nada que decir al respecto. Eso se dejaba en manos de las comunidades políticas elegidas por el pueblo.

Antes de que se ratificara la Constitución, hubo algunos escépticos llamados anti-federalistas. No veían con buenos ojos que se abandonara el extremo descentralismo de los Artículos de la Confederación. Para aplacar sus temores y garantizar el control del gobierno federal, los redactores restringieron aún más sus poderes con la Declaración de Derechos. Esta lista no fue diseñada para restringir los derechos de los estados. Ni siquiera se aplicaba a ellos. Limitaba al máximo lo que el gobierno central podía hacer a los individuos y a sus comunidades.

Como observó Tocqueville sobre América incluso en la década de 1830, «en algunos países existe un poder que, aunque es en cierta medida ajeno al cuerpo social, lo dirige y lo obliga a seguir una determinada vía. En otros, la fuerza dominante está dividida, en parte dentro y en parte fuera de las filas del pueblo. Pero en los Estados Unidos no se ve nada parecido; allí la sociedad se gobierna a sí misma por sí misma» y «apenas se encuentra un individuo que se atreva a concebir o, menos aún, a expresar la idea» de cualquier otro sistema.

En cuanto a la presidencia en sí, Tocqueville escribió que, «el poder de ese cargo es temporal, limitado y subordinado» y «ningún candidato ha sido capaz hasta ahora de despertar a su favor los peligrosos entusiasmos o las apasionadas simpatías del pueblo, por la sencilla razón de que cuando está a la cabeza del gobierno, no tiene más que poco poder, poca riqueza y poca gloria que repartir entre sus amigos; y su influencia en el Estado es demasiado pequeña para que el éxito o la ruina de una facción dependa de su elevación al poder.»

Que Estados Unidos nunca habría tolerado una atrocidad americana como la Ley de Discapacidades. He aquí una ley que rige la forma en que deben estructurarse todos los edificios públicos locales de América. Tiene poder de veto sobre todas las decisiones de empleo del país. Obliga a no tener en cuenta las capacidades de otras personas en los asuntos económicos cotidianos. Todo esto lo aplica arbitrariamente un ejército de burócratas permanentes que trabajan con abogados que se enriquecen rápidamente si saben cómo manipular el sistema.

La ADA no es más que un ejemplo entre decenas de miles que sus creadores habrían considerado atroz y, de hecho, inimaginable. No es porque no les gustaran las personas discapacitadas o porque pensaran que había que discriminar a las personas a favor o en contra. Es porque sostenían una filosofía de gobierno y de vida pública que excluía incluso la posibilidad de una ley así. Esa filosofía se llamaba liberalismo.

En los siglos XVIII y XIX, el término liberalismo generalmente significaba una filosofía de la vida pública que afirmaba el siguiente principio: las sociedades y todas las partes que las componen no necesitan una gestión y un control centrales porque las sociedades generalmente se gestionan a sí mismas mediante la interacción voluntaria de sus miembros en beneficio mutuo. Hoy no podemos llamar liberalismo a esta filosofía porque los totalitarios democráticos se han apropiado del término. En un intento de recuperar esta filosofía para nuestro tiempo, le damos un nuevo nombre, liberalismo clásico.

El liberalismo clásico significa una sociedad en la que mi sueño despierto es una realidad. No necesitamos saber el nombre del presidente. El resultado de las elecciones es en gran medida irrelevante, porque la sociedad se rige por leyes y no por hombres. No tememos al gobierno porque no nos quita nada, no nos da nada y nos deja solos para forjar nuestras propias vidas, comunidades y futuros.

Esta visión del gobierno y de la vida pública ha sido destruida en nuestro siglo y en casi todos los países del mundo. En nuestro caso, el presidente de los EEUU no sólo es extremadamente poderoso, sobre todo teniendo en cuenta todas las agencias ejecutivas que controla; es probablemente el hombre más poderoso de la tierra —exceptuando, por supuesto, al presidente de la Junta de la Reserva Federal.

En este país existe el mito público de que el cargo de presidente santifica al hombre. A pesar de todas las palizas que recibió Richard Nixon como presidente, y de la humillación que supuso su dimisión, los testimonios y homenajes en su funeral hablaban de un hombre que había ascendido a la categoría de dios, como un emperador romano. Incluso con todos los problemas de Clinton, no tengo ninguna duda de que sería tratado de la misma manera. Este proceso de santificación se aplica incluso a los miembros del gabinete: Ron Brown, un arreglador corrupto, ascendió a la categoría de dios a pesar de que sus problemas legales iban camino de llevarlo a la cárcel.

¿Anti-gobierno?

Por supuesto, mis comentarios pueden ser tachados de antigubernamentales. Se nos dice a diario que las personas que están en contra del gobierno son una amenaza pública. Pero como escribió Jefferson en las Resoluciones de Kentucky, el gobierno libre se basa en los celos y no en la confianza. «En cuestiones de poder, pues, que no se hable más de confianza en el hombre, sino que se le ate contra el mal con las cadenas de la Constitución». O como dijo Madison en el Federalista: «Debe desconfiarse hasta cierto punto de todos los hombres que tienen poder». Podemos añadir que cualquier gobierno que emplee a tres millones de personas, la mayoría de ellas armadas hasta los dientes, debe ser objeto de una enorme desconfianza. Esta es una actitud cultivada por la mente liberal clásica, que prima la libertad de los individuos y las comunidades para controlar sus propias vidas.

Podríamos multiplicar sin fin las declaraciones «anti-gubernamentales» de los redactores de la Constitución. Ya que expusieron su teoría de los asuntos públicos, la del liberalismo clásico, porque a mediados y finales del siglo XVIII había sido atacada por un nuevo tipo de absolutismo, y Rousseau era su profeta. En su opinión, un gobierno democrático encarnaba la voluntad general del pueblo, esta voluntad era siempre la correcta y, por tanto, el gobierno debía tener un poder absoluto y centralizado sobre un Estado-nación igualitario, militarizado y unificado.

Este ha sido el siglo de Rousseau. Y con la ayuda de las doctrinas estatistas de Marx y Keynes, también ha sido el más sangriento de la historia de la humanidad. Su visión del gobierno es la opuesta a la del liberal clásico. Alegan que la sociedad no puede gobernarse a sí misma, sino que la voluntad general, los intereses del proletariado o los planes económicos del pueblo deben organizarse y encarnarse en la nación y su jefe. Se trata de una visión del gobierno que los artífices de la Constitución consideraron, con razón, despótica, e intentaron evitar que arraigara aquí.

Por supuesto, no tuvieron éxito del todo. Dos siglos de guerras, crisis económicas, enmiendas constitucionales equivocadas, usurpación ejecutiva, rendición del Congreso e imperialismo judicial dieron lugar a una forma de gobierno que es lo contrario del diseño de los artífices, y lo contrario del liberalismo clásico. La capacidad del gobierno federal, con el presidente a la cabeza, para gravar, regular, controlar y dominar por completo la vida nacional es hoy prácticamente ilimitada.

El presente anti-liberal

Cuando se redactó la Constitución, Washington D.C. era un prado pantanoso de vacas con un par de edificios, y la sociedad americana era la más libre del mundo. Hoy, el área metropolitana de D.C. es la más rica de la faz de la tierra porque alberga el mayor gobierno del mundo.

El gobierno de los EEUU dispone de más personas, recursos y poderes que ningún otro. Regula más y con más detalle que ningún otro gobierno del planeta. Su imperio militar es el mayor y más extenso de la historia del mundo. Su recaudación fiscal anual empequeñece la producción total de, por ejemplo, la antigua Unión Soviética.

En cuanto al sistema federal, es más un eslogan que una realidad. De vez en cuando oímos hablar de devolver el poder a los estados o de prohibir los mandatos no financiados. Bob Dole dice que lleva una copia de la décima enmienda en el bolsillo. Pero no hay que tomarse esta retórica demasiado en serio. Los estados son adjuntos virtuales del poder nacional, en virtud de los mandatos a los que están sometidos, los sobornos que aceptan y los programas que gestionan.

El individuo, la familia y la comunidad —las unidades esenciales de la sociedad en la era pre-estatista— han sido reducidos a siervos federales, teniendo sólo las libertades que el gobierno les permite tener, pero por lo demás obligados a actuar como parte de un orden nacional colectivista general. Ninguna figura política nacional importante se propone cambiar esta situación.

Insatisfacción ciudadana

La realidad, sin embargo, es que la gente no está satisfecha con este acuerdo. Durante la Guerra Fría, se persuadió al público para que cediera una cantidad sorprendente de sus libertades en aras de la misión más amplia de hacer retroceder al comunismo. Antes de eso, fue la Segunda Guerra Mundial, luego la Depresión, luego la Primera Guerra Mundial. Por segunda vez en este siglo, vivimos en ausencia de cualquier crisis que el gobierno pueda utilizar para suprimir los derechos que los creadores pretendían garantizar.

Como resultado, la opinión pública ahora favorece abrumadoramente la reducción del poder del gobierno. Prácticamente todos los políticos de este país que ganan unas elecciones han prometido hacer algo al respecto. Esto es válido para los dos grandes partidos. Este año, tanto Clinton como Dole se presentarán con plataformas que prometen, de un modo u otro, reducir el tamaño y el alcance del poder federal.

Si pensamos en noviembre de 1994, escuchamos algunas de las retóricas anti-Washington más radicales de los políticos desde 1776. A diferencia de los medios de comunicación, a mí me pareció algo maravilloso. Los resultados, sin embargo, fueron menos que impresionantes. Los impuestos y el gasto son mayores desde que los republicanos tomaron el poder. El presupuesto de ayuda exterior ha aumentado. El Estado regulador es más invasivo que nunca. Las piezas centrales de la agenda legislativa republicana —incluidas la ley agrícola, la ley de adopción y la ley médica— amplían, no reducen, el poder del gobierno.

Hay muchas razones para ello, no siendo la menor la duplicidad de los líderes del Congreso y el talento de sus aliados en la prensa conservadora, que les dan cobertura ideológica. Sin embargo, los propios novatos, a quienes los medios de comunicación describen como incendiarios ideológicos, merecen parte de la culpa, ya que carecían de una lógica filosófica coherente para oponerse al monstruo con el que se encontraron.

Consideremos, por ejemplo, la cuestión del presupuesto equilibrado. Todos los políticos dicen quererlo. Los novatos prometieron votar a favor. Pero la clase política les engañó enseguida. Cuando quisieron bajar los impuestos, las élites se abalanzaron sobre ellos y les dijeron que eso aumentaría el déficit. Inmediatamente, se enfrentaron a un problema: ¿cómo conciliar su conservadurismo fiscal con su deseo de bajar los impuestos?

Esta confusión es el resultado de un error intelectual. La prioridad es reducir el gobierno. Eso significa que los impuestos deben reducirse en todas partes. Y los liberales clásicos bien formados saben que los gobiernos pueden utilizar el truco de los presupuestos equilibrados para mantenerse grandes y crecer. Los impuestos más altos no suelen reducir el déficit, e incluso si lo hicieran, esa no es forma de proceder para los hombres de honor. El presupuesto federal no es el de un hogar. Es un gigantesco tinglado de redistribución.

Este hecho plantea una idea central de la tradición intelectual liberal clásica. El gobierno no tiene poder ni recursos que no haya tomado primero del pueblo. A diferencia de la empresa privada, no puede producir nada. Todo lo que tiene, debe extraerlo de la empresa privada. Aunque esto se comprendió bien en el siglo XVIII, y también durante la mayor parte del XIX, se ha gran medida olvidado en nuestro siglo de socialismo y estatismo, de nazismo, comunismo, New Deal, asistencialismo y guerra total.

Lecciones aprendidas

En el siglo XXI, ¿qué lecciones hemos aprendido del siglo XX? La refutación más importante del socialismo vino de Ludwig von Mises en 1922. Su tratado titulado Socialismo alejó a las buenas personas de las malas doctrinas, y nunca fue refutado por ninguno de los miles de marxistas y estatistas que lo abordaron. Por este libro, ahora es aclamado como profeta incluso por socialdemócratas de toda la vida que se pasaron años atacándole y desprestigiándole.

Mucho menos conocido es otro tratado que apareció tres años más tarde. Se trata de su gran libro Liberalismo. Una vez atacado el estatismo a ultranza, consideró necesario explicar la alternativa. Fue el primer renacimiento a gran escala del programa liberal clásico en muchas décadas, esta vez de la mano del principal economista político del continente.

En su introducción, Mises señalaba que la versión del liberalismo de los siglos XVIII y XIX había cometido un error. Había intentado hablar no sólo del mundo material, sino también de asuntos espirituales. Típicamente, los liberales se habían posicionado en contra de la iglesia, lo que tuvo el desafortunado efecto de influir en la iglesia en contra del libre mercado y el libre comercio.

Para tratar de evitar este efecto polarizador, Mises aclara que el liberalismo «es una doctrina dirigida enteramente a la conducta de los hombres en este mundo. No tiene en vista otra cosa que el avance de su bienestar exterior, material, y no se ocupa de sus necesidades interiores, espirituales y metafísicas.»

Por supuesto, la vida de los hombres va más allá de comer, beber y progresar materialmente. Por eso el liberalismo no pretende ser una teoría de la vida en toda regla. Por eso, los teólogos y los conservadores no pueden reprocharle que sea una ideología puramente laica. Es laica sólo en el sentido de que se ocupa de asuntos propios del mundo político, y nada más. No hay nada en el liberalismo de Mises a lo que deba oponerse ninguna persona religiosa, siempre que esté de acuerdo en que el avance material de la sociedad no es moralmente objetable.

Otro cambio que Mises introdujo en la doctrina liberal tradicional fue vincularla directamente con el orden económico capitalista. Con demasiada frecuencia, el antiguo liberalismo ofrecía una magnífica defensa de la libertad de expresión y la libertad de prensa, pero descuidaba la importantísima dimensión económica.

La vinculación directa de Mises entre liberalismo y capitalismo también ayudó a divorciar la posición liberal de la forma fraudulenta que estaba surgiendo en Europa y América. Este falso liberalismo pretendía que había alguna forma de favorecer tanto las libertades civiles como el socialismo, como decía entonces y ahora la ACLU.

Pero, como argumentaba Mises, la libertad es toda una pieza. Si el gobierno es lo bastante grande y poderoso como para acabar con la libertad de comercio, inflar el dinero o financiar obras públicas masivas, no hay que dar un gran paso para controlar también la expresión y la prensa, y lanzarse a aventuras militares en el extranjero.

Propiedad

De ahí la frase más famosa de Mises, la que alarmó e inspiró a intelectuales de todo el mundo: «El programa del liberalismo», si «se condensara en una sola palabra, tendría que decir: propiedad». Por propiedad, Mises entendía no sólo su propiedad privada en todos los niveles de la sociedad, sino también su control por esos mismos propietarios.

Con esa única exigencia, que la propiedad y su control se mantengan en manos privadas, podemos ver cómo el Estado debe necesariamente limitarse radicalmente. Si el gobierno sólo puede trabajar con recursos que toma de otros, y si todos los recursos son propiedad y están controlados por particulares, el gobierno está restringido.

Si la propiedad privada está asegurada, podemos contar con que todos los demás aspectos de la sociedad serán libres y prósperos. La sociedad no puede gestionarse a sí misma a menos que sus miembros posean y controlen la propiedad; o, a la inversa, si la propiedad está en manos del Estado, éste gestionará la sociedad con los resultados catastróficos que tan bien conocemos.

Si los derechos de propiedad están estrictamente protegidos, el Estado no puede aprovechar las crisis sociales para hacerse con el poder, como ha hecho en guerras, depresiones y catástrofes naturales. Los límites al gobierno se aplican a pesar de todo. No hay excepciones. Así, una sociedad liberal clásica no habría construido la TVA, no rescataría a los agricultores de Texas en una sequía, no enviaría hombres a misiones espaciales, y no habría gravado a los americanos con seis billones de dólares y los habría vertido en una guerra fallida contra la pobreza.

Libertad

El segundo pilar de la sociedad liberal, dice Mises, es la libertad. Esto significa que las personas no son esclavas unas de otras ni del gobierno, sino que son propietarias de sí mismas y tienen libertad para perseguir sus intereses siempre que no violen los derechos de propiedad de los demás. Y lo que es más importante, todos los trabajadores son libres de trabajar en la profesión de su elección, estableciendo contratos libres con los empresarios o convirtiéndose ellos mismos en empresarios.

Combinando libertad y propiedad, las personas pueden ejercer el importantísimo derecho de exclusión. Puedo mantenerte fuera de mi propiedad. Tú puedes mantenerme alejado de la tuya. No tienes por qué comerciar conmigo. Yo no tengo por qué comerciar contigo. Este derecho de exclusión, junto con el derecho a comerciar en general, es la clave de la paz social. Si no podemos elegir la forma y el modo de nuestras asociaciones, no somos libres en ningún sentido auténtico.

La quiebra de la libertad de asociación, especialmente en forma de ley antidiscriminación, es una de las principales razones por las que la acritud social ha aumentado tanto en nuestra época. Aunque apenas se cuestiona, la ley antidiscriminación no puede conciliarse con la visión liberal clásica de la sociedad. Ninguna asociación forzada puede ser buena para las partes implicadas ni para la sociedad en general.

Cualquier debate sobre este tema plantea invariablemente la cuestión de la igualdad. Y aquí encontramos otra mejora que Mises introdujo con respecto a los modelos anteriores de liberalismo. Éstos estaban demasiado enamorados de la idea de igualdad, no sólo como construcción jurídica, sino también al esperar y trabajar por una sociedad sin clases, lo que carece de sentido.

Como dijo Mises, «todo el poder humano sería insuficiente para hacer a los hombres realmente iguales. Los hombres son y seguirán siendo siempre desiguales». Sostenía que no se puede dar a la gente la misma riqueza, ni siquiera las mismas oportunidades de enriquecerse. Lo mejor que la sociedad puede hacer por sus miembros es establecer normas que se apliquen de forma generalizada. Estas normas no eximen a nadie, incluidos los gobernantes.

Los muy ricos siempre estarán con nosotros, gracias a Dios, y también los muy pobres. Estos conceptos están ligados a sociedades y entornos particulares, por supuesto, pero desde el punto de vista de la política, es mejor ignorarlos. Es tarea de la caridad, no del gobierno, cuidar de los pobres, y protegerlos de ser reclutados para campañas políticas demagógicas que amenazan las libertades esenciales.

En una sociedad liberal, el gobierno no protege a los individuos de sí mismos, ni se esfuerza por lograr una determinada distribución de la riqueza, ni promueve ninguna región, tecnología o grupo en particular, ni delimita la distinción entre vicios y virtudes pacíficos. El gobierno central no gestiona la sociedad ni la economía en ningún sentido.

Paz

El tercer pilar del liberalismo clásico es la paz. Esto significa que no puede haber amor a la guerra y que, cuando se produce, no puede considerarse heroica, sino sólo trágica para todos. Sin embargo, seguimos oyendo que la guerra es buena para la economía, a pesar de que siempre y en todas partes desvía recursos y los destruye. Incluso el vencedor, señalaba Mises, pierde. Porque «la guerra», dijo Randolph Bourne, «es la salud del Estado».

También lo es el imperio. Los americanos se opusieron a la presencia soviética en nuestro hemisferio. Sin embargo, nunca nos planteamos cómo se sienten los japoneses, por poner un ejemplo, ante la presencia de un gran número de tropas americanas en su país. La principal causa de delincuencia en Okinawa y el resto de Japón son, con diferencia, las tropas americanas. Pero, ¿acaso nuestras tropas, aviones, barcos y armas nucleares «defienden» a Japón? ¿De quién? No, seguimos ocupando el país 51 años después del final de la Segunda Guerra Mundial con fines de control.

Si quieres descubrir el verdadero carácter de un hombre, olvídate de lo que dice de sí mismo y fíjate en su trato con los demás. Lo mismo ocurre con un gobierno. Podemos olvidarnos de sus afirmaciones; basta con fijarnos en cómo trata a los demás. El Estado liberal clásico es aquel que protege los derechos de sus ciudadanos a comerciar con pueblos extranjeros. No anhela conflictos exteriores de ningún tipo. No exige, por ejemplo, que países extranjeros compren los productos de fabricantes de EEUU influyentes, como Kodak exige, respaldada por el poder militar de EEUU, que Japón compre sus películas.

La sociedad verdaderamente liberal tampoco envía ayuda gubernamental a países extranjeros, ni soborna o arresta o asesina a sus gobernantes, ni dice a otros gobiernos qué tipo de país deben tener, ni se involucra en planes globales para imponer derechos de bienestar en el mundo. Sin embargo, todas estas son acciones que Estados Unidos ha emprendido como política normal desde la década de 1930. Nuestros gobernantes parecen pensar que deben sobornar a alguien, bombardear a alguien, o ambas cosas. De lo contrario, corremos el riesgo de caer en el temido «aislacionismo».

Jonathan Kwitney ilustra la política exterior americana de esta manera: nos pide que imaginemos que cada pocos meses damos un paseo por la manzana, llamando a todas las puertas. En una casa, anunciamos a nuestro vecino: «Me gustas, te apruebo, aquí tienes 1.000 dólares». En la siguiente, hacemos lo mismo. Pero en la tercera, decimos: «No me gustas, no te apruebo». Entonces metemos la mano bajo el abrigo, sacamos una escopeta recortada del calibre 12 y le disparamos a él y a su familia. 

Así vamos, a la manzana, cada pocos meses, repartiendo dinero a unos, muerte a otros, y tomando nuestras decisiones en función de los intereses que tengamos en cada momento, sin reglas claras.

Creo que no seríamos muy populares. Piense en ello la próxima vez que vea alguna manifestación «anti-americana» en televisión. Puede que esas personas reciban nuestra ayuda exterior, pero también puede que piensen que podrían ser el próximo Irak, Haití, Somalia o Panamá. Para un liberal clásico la política exterior no es ninguna política exterior, excepto, como dijo George Washington, de comercio con todos y beligerancia hacia ninguno.

Restauración

Estos tres elementos —propiedad, libertad y paz— son la base del programa liberal. Son el núcleo de una filosofía que puede restaurar nuestra prosperidad y estabilidad social perdidas. Sin embargo, sólo he empezado a arañar la superficie del programa liberal. Hay mucho más que decir sobre la política monetaria, los tratados comerciales, los sistemas de seguridad social y muchas otras cosas. Sin embargo, si nuestra clase política pudiera entender este núcleo de libertad, propiedad y paz, estaríamos mucho mejor, y me sentiría más seguro de que la próxima promoción de novatos que enviemos a Washington mantendría la vista puesta en el premio, que no es la redistribución ni los derechos especiales, sino la libertad.

«El liberalismo», escribió Mises, «busca dar a los hombres una sola cosa, el desarrollo pacífico y sin perturbaciones del bienestar material para todos, con el fin de protegerlos de las causas externas del dolor y el sufrimiento en la medida en que las instituciones sociales puedan hacerlo. Disminuir el sufrimiento, aumentar la felicidad: ése es su objetivo».

¿Funcionaría el liberalismo clásico en nuestra época? Piense en los temas polémicos de la sociedad actual. Cada uno de ellos implica algún ámbito de la vida que está envuelto en alguna forma de intervención gubernamental. Los conflictos actuales giran en torno al deseo de apoderarse de la propiedad ajena utilizando el aparato político de coacción que es el Estado. ¿Sería nuestra sociedad más pacífica y próspera si siguiera el programa liberal? La pregunta se responde sola.

Ahora vuelvo a mi ensoñación. No sé ni me importa la política presidencial porque no tiene ninguna importancia. Mi libertad y mi propiedad están tan seguras que, francamente, no importa quién gane. Pero para llegar a esta meta, ninguno de nosotros puede sustraerse a las batallas políticas o intelectuales de nuestro tiempo. Incluso una vez que la visión liberal clásica haya sido restaurada en este país, como creo que puede ser y será, no podemos permitirnos descansar.

El Prometeo de Goethe llora:

¿Crees que odiaría la vida?
que huiría al desierto,
porque no todos mis sueños han florecido?

Y Fausto responde con su «última palabra de sabiduría»:

Ningún hombre merece su libertad o su vida
Quien no los gana de nuevo cada día.

[Publicado originalmente en agosto de 2007].

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