America Last: The Right’s Century-Long Romance with Foreign Dictators
por Jacob Heilbrunn
Liveright, 2024; 249 pp.
Jacob Heilbrunn, editor de The National Interest, está consternado por la afinidad que muestran algunas figuras destacadas de la derecha americana por los dictadores europeos; piensa especialmente en el «hombre fuerte húngaro» Viktor Orbán y en el presidente ruso Vladimir Putin. Esta admiración, y no el realismo en política exterior que dicen defender, lleva a estas figuras de la derecha a simpatizar con la guerra expansionista de Putin contra Ucrania en lugar de defender la democracia acudiendo en ayuda de la víctima. La afinidad no es nada nueva, argumenta Heilbrunn, sino que ha sido un patrón durante más de un siglo. Heilbrunn escribe:
También diversos políticos de la derecha se han embarcado regularmente en búsquedas quijotescas de una utopía en el extranjero, ya fuera en la Alemania del káiser Guillermo o en la Italia de Mussolini, en el Chile de Augusto Pinochet o en la Hungría de Viktor Orbán. El deseo de vivir en un palacio de ensueño personal se ha manifestado repetidamente a lo largo de las décadas, y normalmente ha acabado culpando a América en lugar de celebrarla. Agraviados, o al menos decepcionados, por lo que perciben como fallos de su propia sociedad —su liberalismo, su tolerancia, su creciente secularismo—, los conservadores han buscado un paraíso en el extranjero que pueda servir de modelo en casa.
El libro de Heilbrunn es un verdadero laberinto de confusiones conceptuales, y aunque Heilbrunn ha leído bastante, a menudo es inexacto y engañoso. A continuación daré algunos ejemplos de estas confusiones y errores.
Probablemente la más importante de estas confusiones tenga que ver con la guerra. Cuando estalla una guerra fuera de los Estados Unidos, este país se enfrenta a la disyuntiva de involucrarse o no. Hasta que Woodrow Wilson decidió lo contrario, la política de los Estados Unidos era mantenerse al margen de las guerras europeas, y los llamados aislacionistas y «America firststers» deseaban —siguiendo la política exterior tradicional de EEUU— mantenerse al margen de las dos guerras mundiales. Este deseo debe distinguirse de la admiración por el káiser alemán, y mucho menos por Adolf Hitler. Se puede afirmar que estos líderes no suponían una amenaza directa para América sin admirarlos, y se pueden admirar aspectos de su personalidad o de su gobierno y rechazar otros.
La incapacidad de Heilbrunn para distinguir entre el deseo de mantenerse al margen de la guerra y la admiración por un gobernante autoritario es particularmente evidente en lo que dice sobre el revisionismo histórico, el movimiento de destacados historiadores americanos que rechazaron el artículo 231 del Tratado de Versalles, que asignaba a Alemania la responsabilidad exclusiva de la Primera Guerra Mundial. No fue la devoción por el káiser lo que llevó a Sidney Bradshaw Fay, Harry Elmer Barnes y otros destacados historiadores a sus relatos sobre los orígenes de la guerra, sino más bien su estudio de los documentos y memorias de los que ahora disponían una vez terminada la guerra. Un claro indicio de ello es que Fay y Barnes no exoneraron en absoluto a Alemania de la culpa de la guerra, aunque sí atribuyeron la responsabilidad principal a otro país.
La visión que Heilbrunn tiene de los orígenes de la guerra es la opuesta a la que atribuye a los revisionistas. Cree que éstos exoneran a Alemania porque aman al káiser; él culpa a Alemania porque odia al káiser: «El káiser Guillermo II era un monstruo». Dice que si Wilson no hubiera entrado en la guerra, el resultado habría sido un desastre para el mundo. Los que se oponían a entrar en guerra temían las consecuencias nefastas que ello tendría para la libertad nacional, y tenían razón. Sin embargo, la política de Wilson estaba justificada:
[Los que se oponían a la guerra] se oponían al militarismo y sostenían que la entrada en la guerra destruiría el programa de reformas internas de Wilson. Y así fue. Después de llevar a los EEUU a la guerra en abril de 1917, Wilson estableció rápidamente un estado de vigilancia para sofocar la disidencia interna y azuzó una buena dosis de histeria sobre la lealtad de los germano-americanos. . . .
Lo que [Michael] Kazin llama los «antiguerreros» tenían motivos legítimos para oponerse a la participación de América en la horrible guerra de Europa, pero se negaron a reconocer que habría equivalido a abandonar Europa a la tiranía alemana, un resultado que sólo habría aumentado el deseo del káiser de supremacía mundial y, finalmente, llevado a una confrontación militar directa entre Berlín y Washington.
Esta conjura de fatalidad se ve desmentida por la oferta de paz de Alemania a finales de 1916 y principios de 1917, que Heilbrunn no menciona. En su descripción de la política de Wilson, Heilbrunn hace hincapié en la reanudación de la guerra submarina sin restricciones por parte de Alemania, pero ignora el bloqueo británico ilegal de Alemania por hambre y la condonación neutral del mismo por parte de Wilson.
El tratamiento que Heilbrunn da a la entrada de América en la Segunda Guerra Mundial es, en todo caso, peor. Menciona con aparente incredulidad el brillantemente escrito Pearl Harbor: La historia de la guerra secreta, de George Morgenstern, pero no dice a los lectores que su tesis de que Franklin Roosevelt expuso voluntariamente la flota americana en Pearl Harbor a un ataque japonés fue respaldada por Charles Beard, el historiador más renombrado de América en el momento de la publicación del libro. Heilbrunn también considera obvio que el historiador William Henry Chamberlin, cuyo apellido escribe mal, se equivoca al argumentar que la guerra contra Hitler allanó el camino para la conquista de Europa del Este por parte de Joseph Stalin. Para Heilbrunn, debe ser cierto que tal opinión está motivada por la admiración hacia Hitler.
Heilbrunn no puede distinguir entre «Stalin no es mejor, y quizá peor, que Hitler» y «Hitler es un gran líder al que deberíamos venerar». Debería haber sido capaz de hacerlo, ya que él mismo menciona que algunos opositores al New Deal de Roosevelt argumentaron que estaba trayendo el fascismo a América. Difícilmente se puede utilizar este argumento y al mismo tiempo gustar del fascismo, pero Heilbrunn extrañamente no toma esta consideración como una razón en contra de su propia opinión de que estos enemigos de Roosevelt eran simpatizantes fascistas.
Es evidente que Heilbrunn no tiene ningún interés en un análisis cuidadoso de los no intervencionistas. Simplemente busca munición contra ellos. Para mostrar mi propia imparcialidad ejemplar, por el contrario, mencionaré dos casos en los que Heilbrunn pasó por alto material que le habría ayudado. No señala que Harry Elmer Barnes y Henry Ford eran amigos, y en su acusación a Pat Buchanan por cuestionar la ortodoxia imperante sobre la Segunda Guerra Mundial, no menciona el libro de Buchanan Churchill, Hitler y la «guerra innecesaria». Tal vez sea mejor así, teniendo en cuenta el revoltijo que habría hecho con él.
Terminaré con dos errores. Heilbrunn se equivoca de rey al nombrar primer ministro a Benito Mussolini, y la «opción Benedicto» de Rod Dreher se refiere a Benedicto de Nursia, no al Papa Benedicto XVI.