Ningún Estado, no importa lo poderoso que sea, puede gobernar únicamente a través del uso de la fuerza bruta. Hay demasiados pocos gobernantes y somos demasiados como para que la coacción por sí sola sea un medio eficaz de control. La clase política debe basarse en la ideología para conseguir la obediencia popular, escondiendo el puño de hierro en un guante de terciopelo. La violencia está siempre detrás de toda acción del Estado, pero la forma más eficiente de expropiación se produce cuando el público cree que es de su interés ser extorsionado.
Hace falta una mitología para esconder la naturaleza violenta del poder estatal y así maximizar el saqueo de la propiedad—y, lo que es más importante, proporcionar un aura de legitimidad. La percepción de legitimidad «es lo único que distingue a un recaudador de impuestos de un extorsionador, a un policía de un vigilante y a un soldado de un mercenario. La legitimidad es una ilusión mental sin la cual el gobierno ni siquiera existiría».1
La autoridad del Estado y la obediencia pública a este se construyen a través de pantallas de humo de ideología y engaño. Estos mitos sostienen al Estado y ofrecen una ilusión de legitimidad, en la que las órdenes, no importa lo inmorales u horribles que sean, se obedecen porque se ven como emanación de una autoridad justa. El Estado no puede implantar violencia contra todos en todas partes e imponerse a la multitud, así que la batalla se lanza contra los corazones y mentes del público. Se explota el miedo, se distorsiona el lenguaje y se extiende la propaganda mientras se controlan estrictamente las explicaciones y la historia. El gulag del poder estatal, ante todo, siempre existe en la mente.
Si se acaba con la mitología del poder estatal, el Estado se muestra tal cual es: violencia institucionalizada, expropiador de los pacíficos y productivos y completamente ilegítimo.
El mito del imperio de la ley
Para que una sociedad tenga paz y orden, tiene que haber una serie de leyes neutrales en buena parte uniformes sobre las que la enorme mayoría del público esté de acuerdo en que son justas y equitativas. A lo largo de la historia del derecho occidental, un proceso descentralizador de prueba y error, tribunales en competencia y arbitraje privado llevó a estas normas. No era necesario ni deseable un poder de monopolio. Antes del aumento del estado nación moderno, burocrático y democrático, el monarca era el símbolo del orden monopolista y su poder consistía principalmente en aplicar la tradición del derecho común privado que ya se había desarrollado a lo largo de siglos.2
El modelo de Estado-nación que vemos hoy en día acabó creciendo y absorbiendo esta tradición descentralizada en un régimen coactivo monolítico de arriba-abajo impuesto por parlamentos, policía estatal y burocracias. El «imperio de la ley» se convirtió en el término de propaganda usado para justificar este alejamiento radical de la tradición occidental del derecho común y el arbitraje privado. La ley era ahora de naturaleza política, sometida a la habitual corrupción y desincentivos propios de cualquier orden político. Con el Estado monopolista ahora al cargo del derecho, la idea de un sistema de justicia impuesto coactivamente—en el que todo estaba dirigido por normas neutrales que serían aplicadas objetivamente por jueces—se convirtió en un poderoso mito para los estados para ejercitar el control sobre la sociedad.
Sin embargo, como mito, el concepto o del imperio de la ley es al mismo tiempo poderoso y peligroso. Su poder deriva de su gran atractivo emotivo. El imperio de la ley sugiere una ausencia de arbitrariedad, una ausencia de los peores abusos de la tiranía. La imagen que presenta el lema «Estados Unidos es un gobierno de leyes y no de personas» es la de un gobierno justo e imparcial en lugar de un sometimiento al capricho humano. Esta es una imagen que puede atraer tanto la lealtad como el afecto de la ciudadanía. Después de todo, ¿quién no estaría a favor del imperio de la ley si la única alternativa fuera del gobierno arbitraria? Esta imagen es también el origen del peligro del mito. Pues si los ciudadanos creen realmente que están siendo gobernados por normas justas e imparciales y que la única alternativa es el sometimiento al gobierno personal es mucho más probable que se apoye al estado a medida que este recorta progresivamente su libertad.
El imperio de la ley, impuesto por el Estado, es sencillamente un mito. No existe «un gobierno de leyes y no de personas». Los edictos legislativos están siempre sometidos a las inclinaciones y programas de quienes los interpretan y se impondrán de esta manera por parte de quien ostente el poder del estado monopolista sobre la sociedad.
Por ejemplo, a pesar del lenguaje muy claro de la Constitución de EEUU en la mayoría de sus pasajes (por supuesto, hay algunas secciones peligrosamente vagas), las mentes legales mejor formadas y más brillantes pueden llegar a conclusiones completamente opuestas sobre la misma cláusula exacta. Ya sea una enmienda particular en la declaración de derechos o el lenguaje concreto del poder ejecutivo o legislativo, un juez progresista y un juez conservador podrían usar un buen razonamiento y citar precedentes históricos para hacer su alegato—y ambos tendrían razón. «Como el derecho consiste en reglas y principios contradictorios», argumenta John Hasnas, «habrá argumentos legales sólidos disponibles para todas las conclusiones legales y, por tanto, las de disposiciones normativas de quienes toman las decisiones, en lugar de la propia ley, determinan el resultado de los casos».
Así que el derecho no es un cuerpo neutral de normas que ayuda a mantener el orden y gobernar la sociedad: es simplemente una opinión con un arma. Siempre que el estado está al cargo de algo, los resultados, procesos y administración son siempre políticos por naturaleza. Nunca puede haber un sistema de normas definidas y coherentes que produzcan determinados resultados porque estas leyes, no importa cómo se escriban, siempre estarán sometidas a las inclinaciones, prejuicios y discriminación de quienes las interpretan y aplican.
La idea de que la ley no es neutral o determinante no es una doctrina revolucionaria y no debería resultar del todo sorprendente. Hace más de un siglo, el exjuez del Tribunal Supremo, Oliver Wendell Holmes, argumentaba que la certidumbre en el derecho es una ilusión: las sentencias judiciales se basan más en el lenguaje de la lógica que en su aplicación objetiva. Desde al menos la década de los setenta, el movimiento de los estudios críticos del derecho ha reconocido esto e incluso están reapareciendo los realistas legales que presentaban las mismas ideas décadas antes de ellos. La idea de un derecho determinado es en realidad una característica indeseable—aunque pudiéramos superar la imposibilidad de crearla—ya que la fortaleza de un sistema legal eficaz reside en su capacidad de tener cierto grado de flexibilidad. Por eso la tradición legal descentralizada y privada fue capaz de producir varios códigos de leyes uniformes—no asesinar, probar, atacar o iniciar agresiones en general—al tiempo que proporcionaba espacio para adaptarse al cambio social y las distintas culturas.
Cuando el derecho está bajo el dominio de un estado coactivo de arriba abajo, se pasa de un sistema de gobierno a un cuerpo de expropiación. Ya sea a través del uso de la lógica o de las apelaciones emocionales, quien ostente el aparato del estado dirá qué es la ley y enviará a sus fuerzas armadas para asegurarse que se cumple su ley.
Si es imposible un imperio de la ley, ¿por qué persiste este mito? Hacer la pregunta es responderla. «Como todos los mitos», señala Hasnas,
Está pensado para servir a una función emotiva, más que cognitiva. El propósito de un mito no es apelar a la razón, sino a las emociones en apoyo de una idea. Y este es precisamente el caso del mito del imperio de la ley: su propósito es apelar a las emociones del público en apoyo de la estructura del poder político de la sociedad.
Si el público ve el derecho como un árbitro neutral y objetivo, está más dispuesto a apoyar el poder estatal y a su violenta expropiación y parasitismo. Estamos más dispuestos a aceptar el cómodo engaño de la objetividad y la necesidad de leyes predecibles que a tratar con las temibles alternativas de una anarquía supuestamente impredecible. «Una vez cree que está siendo dirigida por una ley impersonal en lugar de por otros seres humanos», la gente «cree que su obediencia a la autoridad política es una aceptación generosa de los requisitos de la vida social en lugar de una simple aceptación de un poder superior», señala Hasnas. Los tiranos del pasado solían afirmar que su gobierno estaba inspirado por el Derecho Divino para ocultar el hecho de que era un ejercicio de simple agresión sobre sus súbditos. Cuando se desacreditó esta doctrina, se necesitó un nuevo mito y nació el imperio de la ley.
No importa lo imposible que pueda ser el imperio de la ley, el Estado tiene un enorme interés en promover este mito.
Antes del auge del derecho legislativo, el sistema privado, descentralizado y policéntrico del derecho común era eficaz a la hora de promover la paz y el orden público porque no tenía el poder de monopolio de un estado centralizado. Bajo ambos modelos, las leyes nunca están determinadas ni son universalmente objetivas. Pero bajo el sistema de derecho privado, las malas sentencias que no fueran aceptadas por el público o fueran consideradas como excesivas no podían imponerse coactivamente a la sociedad. El sistema de controles y equilibrios permitía que florecieran las leyes beneficiosas para la protección de la propiedad privada, al tiempo que eliminaba las malas leyes.
Sin embargo, bajo un sistema estatal, es mucho más difícil, si no imposible, arreglar leyes malas, ya que ahora existe un incentivo político para mantener la ley en los códigos, al tiempo que la mayoría los jueces está en el cargo durante mucho tiempo o incluso toda la vida. Si juez, parlamento y policía son todos parte del aparato estatal, tenderán a encontrar definiciones expansivas para el poder estatal con definiciones limitadas de las libertades individuales.
«El mito del imperio de la ley hace más que hacer a la gente sumisa ante la autoridad del estado: también la convierte en cómplice del estado en el ejercicio de su poder», concluye Hasnas. «La gente que normalmente consideraría una gran maldad privar a las personas de sus derechos u oprimir a los grupos minoritarios políticamente indefensos responderá con fervor patriótico cuando las mismas acciones se describan como sostenedoras del imperio de la ley». Aunque el estado sí proporciona algo de ley y orden bajo su jurisdicción, el «imperio de la ley» se ha usado como herramienta de propaganda para ayudar a cimentar y legitimar el poder estatal.
- 1Davi Barker, Authoritarian Sociopathy: Toward a Renegade Psychological Experiment (Free Press Publications, 2015), p. 4.
- 2John Hasnas, «The Myth of the Rule of Law». http://faculty.msb.edu/hasnasj/GTWebSite/MythWeb.htm.